Política

China: la falsa ilusión de las protestas

Si las protestas por la política sanitaria sólo consiguieron un relajamiento parcial de las restricciones, las protestas políticas no tuvieron más efecto que inspirar un optimismo infundado en Occidente respecto a una posible democratización china.

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El sociólogo e historiador Charles Tilly famosamente introdujo un modelo de caminos hacia la democracia en su libro homónimo de 2007, con tres rutas posibles, dependiendo de la capacidad estatal: un Estado débil tendría problemas en alcanzar el estatus democrático debido a la abundancia de conflictos internos (pensemos, por ejemplo, en Myanmar); por otro lado, un Estado con capacidades medias tendría las mejores posibilidades de democratizarse incrementalmente; y, por último, un Estado fuerte sería mucho más difícil de llevar a una democracia, debido a que su propia naturaleza eleva el botín que está en juego.

Es importante analizar las movilizaciones sociales masivas que estamos atestiguando en los últimos meses alrededor del globo a través de este modelo, y no sólo desde un mero optimismo aspiracionista. Lamentablemente, ya no existen muchos casos de Estados con capacidad media que puedan democratizarse a raíz de protestas generalizadas: por un lado, existen Estados fallidos –como el Líbano, donde el conflicto social sólo perpetuará la situación caótica–, mientras que, en Estados con décadas de represión en su cuenta, como Irán o China, la elite tiene todo para perder si suelta las riendas.

Particularmente, en China, el Partido Comunista ha construido el Estado vigilante más opresivo de la historia, que hace sonrojar a las experiencias totalitarias en la Europa de entreguerras. Al menos en esos tiempos se vivía analógicamente y el contrabando permitía cierta permeabilidad de ideas revolucionarias que, si bien eran castigadas barbáricamente, al menos eran premonitorias de un cambio de régimen que ocurriría eventualmente ante el colapso del Estado o la muerte del líder. La China contemporánea no deja lugar para tal optimismo.

Lamentablemente, ya no existen muchos casos de Estados con capacidad media que puedan democratizarse a raíz de protestas generalizadas: por un lado, existen Estados fallidos, mientras que, en Estados con décadas de represión en su cuenta, como Irán o China, la elite tiene todo para perder si suelta las riendas.

Por un lado –y paradójicamente–, la informatización de la sociedad china no sólo no ha introducido un esparcimiento de las ideas democráticas –debido a la censura generalizada–, sino que ha permitido al Partido adoctrinar a la población en cada momento de sus vidas. Uno de los ejemplos más distópicos es la aplicación Xuexi Qianggou, obligatoria para los empleados públicos, que consiste básicamente en hacer trivias diarias sobre el «pensamiento» del líder, Xi Jinping; una puntuación perfecta significa acceso a beneficios, mientras que fallar repetidamente puede conllevar castigos varios.

Por otro lado, el Ejército de Cincuenta Centavos (llamado así por lo que se les paga por posteo a los «soldados») es rápido en actuar cada vez que lo ordena el Partido, «inundando» el ciberespacio con propaganda, spam y noticias falsas –si es posible hacer una distinción entre ellos–, con lo que cubren efectivamente cualquier diseminación de ideas democráticas en las redes. Es decir, la censura en China no sólo es pasiva –en la medida en que cualquier posteo que las redes consideren que atenta contra el Partido es eliminado–, sino también activa, toda vez que se les dice constantemente a los usuarios qué está bien pensar.

Este es el contexto en el que se deben enmarcar las recientes protestas en China, que se potenciaron con el incendio de un edificio en Ürümqi (la capital de Xinjiang, que es el epicentro del genocidio uigur), en el que murieron diez personas en cuarentena que no pudieron escapar porque las salidas de emergencia estaban tapiadas. Las protestas ya existían de manera aislada con anterioridad, pero el incendio de un edificio capitalino no fue algo que las autoridades pudieran cubrir eficazmente con suficiente celeridad como para que la gente en todo el país no se enterara. Naturalmente, en el resto del país empatizaron con las víctimas, pero más que nada temieron por sus vidas, al tomar consciencia de las posibles consecuencias que enfrentarían si el Gobierno continuaba con la draconiana política de COVID cero.

Las protestas generalizadas que se vieron a fines de noviembre de 2022 en todas las grandes ciudades chinas, pronto motivaron una miríada de análisis que preveían desde el abandono de la política sanitaria hasta una situación de peligro real para el Partido. Naturalmente, el optimismo de estos análisis se desvaneció rápidamente, tan pronto resultó obvio que Xi no tiene incentivos para reformar su tan preciada política de COVID, y mucho menos el rol estructural del Partido en la vida de los chinos.

Dicho esto, se debe reconocer que, desde entonces, ha habido una flexibilización de las condiciones de cuarentena y monitoreo: ahora ya no es necesario aislar a un edificio entero en caso de un caso positivo, sólo un piso; para los que no viven en las ciudades grandes, ya no es necesario hacerse un PCR diario, con un test de antígenos basta; y ya no hay que presentar el certificado negativo para viajar en transporte público, sólo para ir a trabajar o a la escuela. Va de suyo que estos cambios son nimios, y es imposible tomarlos como un mojón del comienzo de una política de «convivencia con el virus». De hecho, el fundamento del Gobierno nacional –es decir, Xi, que es el único que puede determinar la política sanitaria– es que este relajamiento sirve para ahorrar suministros médicos, y tal vez no sea un error creerlo.

Las protestas sólo ocurrieron ante una situación límite, en la que la vida de las personas estaba patentemente en riesgo, pero que la ciudadanía china no ve incentivos para continuarlas más allá de haber logrado las flexibilizaciones limitadas que anunció el Gobierno.

Al analizar las flexibilizaciones en Occidente –que han llevado hoy en día a una virtual inexistencia de restricciones–, no se correlacionan con una baja en los contagios ni las muertes, sino con las vacunaciones. Según los números del Gobierno chino, si bien más del 90% de la población se ha vacunado, ese número es de menos de dos tercios entre los mayores de ochenta años. Esto se debe, en parte, a que el esquema de vacunación completo se requiere para la vida cotidiana, pero los ancianos se han acostumbrado al encierro gracias a la propaganda oficial sobre el COVID cero.

A ello se suma que China utiliza las vacunas con menos eficacia a nivel global, y ninguna con tecnología de ARN mensajero. No es de extrañar que, en este contexto, Xi tema por una escalada de casos que colapse el sistema sanitario y que, naturalmente, sea culpado él mismo por su arrogancia al no permitir la importación de vacunas o la naturalización del virus, como han hecho los casos exitosos en el manejo de la pandemia. Así, si bien la mayoría de los chinos ha pasado del Estado distópico que hisopaba peces a uno más parecido al que vivimos en Occidente durante los primeros meses de la pandemia, ello está lejos de parecerse a cualquier idea de normalidad y, de hecho, el estado de excepción por el virus se ha convertido en la norma en China.

Llama la atención, entonces, que las protestas se hayan acallado tan pronto como el Gobierno permitió hacer cuarentenas domiciliarias para algunos casos. Como respuesta, se puede inferir que las protestas sólo ocurrieron ante una situación límite, en la que la vida de las personas estaba patentemente en riesgo, pero que la ciudadanía china no ve incentivos para continuarlas más allá de haber logrado las flexibilizaciones limitadas que anunció el Gobierno esta semana.

Efectivamente, las consignas contra Xi y el Partido, y las demostraciones con hojas de papel blanco que protestaban la censura del régimen, no fueron más que eventos limitados en los que –si bien se replicaron a lo largo del país– sólo participaron ciudadanos –mayormente jóvenes– con acceso a VPN y redes sociales por fuera del control del Partido, que les permitieron organizar los encuentros. Es decir, las pocas protestas que, de hecho fueron políticas, fueron llevadas a cabo por opositores que vieron en las manifestaciones contra la política de COVID cero una oportunidad para demostrarse públicamente de manera relativamente impune.

Este nivel de autocensura hace imposible cualquier tipo de articulación de protesta realmente política en China en el futuro previsible, y demuestra que el Estado es lo suficientemente omnipresente y omnipotente como para desincentivar cualquier intento en su contra.

Claro está que, si las protestas por la política sanitaria sólo consiguieron un relajamiento parcial de las restricciones –sujeto, además, a la discrecionalidad de las autoridades locales–, las protestas políticas no tuvieron más efecto que inspirar un optimismo infundado en Occidente respecto a una posible democratización china. Lo cierto es que las protestas por temas puntuales no son extrañas en el país, y en este caso sólo fueron lo suficientemente generalizadas como para permitir la infiltración de activistas democráticos.

La postura generalizada, no obstante, no fue contra el Partido al que todos aman o temen. Ejemplo de ello es el relato de David Rennie, el corresponsal de The Economist en Beijing, que pudo atestiguar una protesta en el centro de la capital, y cuenta cómo ante la aparición de consignas contra Xi y el Partido en los cánticos, los manifestantes comenzaron a cantar el himno de la República Popular para acallar las proclamas y, al mismo tiempo, demostrar que no son «antipatrióticos».

Este nivel de autocensura hace imposible cualquier tipo de articulación de protesta realmente política en China en el futuro previsible, y demuestra que el Estado es lo suficientemente omnipresente y omnipotente como para desincentivar cualquier intento en su contra. Curiosamente, los manifestantes han acabado por fortalecer a Xi, que ahora aparece como un ídolo benévolo, que entiende los problemas de la gente, y que ha actuado en consecuencia. En este sentido, estas protestas no han traído nada nuevo bajo el cielo chino.

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