Política

Argentina, la sociedad que fracasa en la victoria

Nos hemos transformado en una sociedad que legitimó la brutalidad, que transformó la transgresión a las normas en un valor y que terminó confundiendo todo esto con lo que llama “pasión”.

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La sociedad que no celebra

Argentina es un extraño caso de sociedad que no celebra. Es decir, no hay un evento anual en el que, como el martes 20, una cantidad grande de personas salga a las calles de todo el país para bailar, cantar y embriagarse. Hay Navidad y Año Nuevo, pero no son del tipo de celebración que, en el espacio público, los humanos han ejercitado en casi todas las culturas de todos los tiempos.

Aquí se ha perdido. Cuando digo esto suelen responderme cosas como: “Cómo que en Argentina no se celebra? En Jujuy hay carnaval”. Lo que pregunto es ¿cuántos de los que están leyendo estas líneas han salido desde niños a la calle con sus padres, novia, hijos, o amigos una vez al año a bailar, cantar y encontrarse con vecinos embriagados como describe la famosa canción “Fiesta” de Joan Manuel Serrat?.

La escena de los festejos de estos días corrobora un mismo comportamiento social que inevitablemente termina en fracaso o frustración, pero que expresa perfectamente quienes somos como masa de seres que habitan un mismo lugar.

Borges decía que es inútil hablarle del color rojo a quien nunca lo ha visto ya que toda palabra presupone una experiencia compartida. Las celebraciones tuvieron que ver en su origen con los solsticios, luego con las religiones, las fundaciones de ciudades y naciones y por muchos otros motivos. Pero siempre fueron periódicas y propicias a la participación de todos los integrantes de una sociedad.

Somos nosotros los que no celebramos algo periódicamente. Nuestro ejercicio celebratorio quedó confinado a la política, que es periódica pero partidaria y lejos de distender aumenta tensiones. O en el fútbol, que, en su versión de cabotaje, también es periódico, pero ceñido a los hinchas particulares de un club. Así, lo periódico se vuelve esporádico, pero en todos los casos lo esporádico se ha vuelto fatídico.

La escena de los festejos de estos días corrobora un mismo comportamiento social que inevitablemente termina en fracaso o frustración, pero que expresa perfectamente quienes somos como masa de seres que habitan un mismo lugar. Como no ejercitamos el hábito de celebrar, la posibilidad de hacerlo nos supera y eso nos define.

La trama de los fracasos

La escena mítica tan esperada era la de los campeones llegando al lugar icónico de casi todas las celebraciones. Allí, en el Obelisco, serían recibidos por una multitud agradecida. Pero lo que iba a ser tal celebración terminó siendo, una vez más, la metáfora de la imposibilidad. Y lo que no fue una fiesta, los medios la vendieron como una fiesta. Y la culpa del fracaso, finalmente fue de unos pocos “inadaptados de siempre”.

Decir que para que puedan actuar esos inadaptados- que en este caso fueron incontables- nos hemos transformado en una sociedad que legitimó la brutalidad, que transformó la transgresión a las normas en un valor y que terminó confundiendo todo esto con lo que llama “pasión” suele generar rechazo inmediato entre amigos o en las redes. Luego viene la negación automática: “En todos lados es igual”, “No exageres”, “Sos un amargo”.

A la sociedad que asume nuevos niveles de brutalidad hay que agregarle la incapacidad de organizar cualquier mega-evento por parte de sus autoridades.

Sin embargo, aquí todo colaboró como una maquinaria aceitada de desaciertos para que la escena añorada por más de 30 años no pudiera consumarse. Pero mundial a mundial hemos visto como los jugadores de Brasil, España, Francia o Marruecos llegaron en sus micros al encuentro con su multitud sin inconvenientes, con una logística clara y pensada por anticipado.

A la sociedad que asume nuevos niveles de brutalidad hay que agregarle la incapacidad de organizar cualquier mega-evento por parte de sus autoridades. Apenas un acto reflejo de populismo elemental que empieza y concluye en decretar un feriado. Además, sin considerar los innumerables perjuicios para muchas personas y sin importar aquellos lugares donde la selección no llegaría (como al Obelisco).

El Estado impone la festividad a todos, pero la deja a la deriva. Todo falló otra vez y quedó librado a cómo la gente lo resolviera en cada uno de los lugares. A medida que crecía el volumen de personas en las calles, las autoridades recién iban viendo por dónde trazar el recorrido del vehículo de los campeones. Mientras tanto, el ministro de seguridad de la provincia, Sergio Berni, intentaba abrir paso a modo de arriero delante del micro con las motocicletas policiales a las órdenes de Aníbal Fernández que no le respondían.

A su vez, desde el primer momento, el gobierno intentó imponer la escena de los jugadores en el balcón de Casa Rosada, aunque estos se rehusaron con firmeza. Como describen los medios, el presidente de la AFA, alcoholizado, no podía ni pronunciar bien las palabras que intercambiaba con los responsables del operativo.

La AFA atendida por sus propios dueños, los barras. El Chiqui Tapia, ayer empleado de Moyano, hoy rubio de ojos celestes y sentado al lado de Macron como representante de Argentina, ante la ausencia del presidente.

Una historia de celebraciones malogradas

Arquetípicamente la escena mítica de estos días parece ser una repetición menos trágica pero también salvaje de otra multitud- que siempre es la misma- yendo a celebrar el regreso del héroe, en la misma autopista, casi medio siglo atrás. Lo que iba a ser una fiesta popular de recibimiento terminó en masacre. En 50 años, aún la tragedia está latente cada vez que en nombre de una festividad popular se reúnen cientos de miles de personas, nunca se va, siempre está a milímetros de la superficie.

Entre la fiesta trunca de Ezeiza en 1973 y la fiesta trunca del martes 20 hubo otras celebraciones donde operó lo que Freud llamó “pulsión de muerte” y donde lo que debía ser alegría terminó mal.

La más tremenda celebración que yo recuerde- y la más delirante- fue por la recuperación de Malvinas, evento que estaba destinado al fracaso desde el primer día. Ahí, una vez más, se impuso la brutalidad confundida con “pasión”, la misma pulsión de muerte de una sociedad que mandaba alegremente a sus hijos sin instrucción a pelear contra un ejército profesional.

Agrego a la lista el traslado de los restos de Perón que también terminó a los tiros. De algún modo, Cromañón era también la celebración de fin de año de una banda con sus fans donde no sólo las bengalas anticipaban la tragedia.

Entre la fiesta trunca de Ezeiza en 1973 y la fiesta trunca del martes 20 hubo otras celebraciones donde operó lo que Freud llamó “pulsión de muerte” y donde lo que debía ser alegría terminó mal.

El funeral de Maradona, de una escala mucho menor a la concentración del martes, fue una situación parecida a la de la selección. El gobierno decretó duelo por tres días y anunció que esperaba un millón de personas en Plaza de Mayo. Pero no colocó ni un baño químico para ese hipotético millón. Nadie pensó ni planificó nada. La historia finalizó con la Casa Rosada vandalizada por la horda que deseaba pasar delante del féretro, con muy pocos que lograron despedirse y con el presidente desalineado suplicando orden con un hilo de voz, a través del megáfono que mandó a comprar de urgencia a una ferretería cercana.

La fiesta de todos

El frustrado arribo del micro con la selección al Obelisco fue una jornada prolífica en imágenes brutales, de siluetas zombies trepándose, rompiendo, saqueando, estrellándose contra el asfalto, tantas que da tedio enumerarlas. La pulsión de muerte se materializó en la muerte de la escena deseada por millones de personas que buscaban que el micro de los campeones llegara a destino. La paradoja es que esos mismos millones de personas eran quienes impedían que eso ocurriera. También resultó paradójico que la decisión de abortar el viaje de los campeones fuera acaso lo más acertado de la jornada.

Así funciona la política, la economía y la ley en este país. Toda posibilidad de progreso o de evolución es auto consumida con ferocidad caníbal por una voluntad general que termina encauzando todo por la misma pulsión. Hemos hecho del fracaso una expertise, transformada en orgullo y aguante.

Duele no ser el país que se desea e intuir que nunca lo será. Duele saber que Argentina no sólo dejó de crecer, además involucionó con un convencimiento gozoso.

Así funciona la política, la economía y la ley en este país. Toda posibilidad de progreso es auto consumida con ferocidad caníbal por una voluntad general que termina encauzando todo por la misma pulsión. Hemos hecho del fracaso una expertise, transformada en orgullo y aguante.

La persistencia en la imposibilidad excede a la política y la economía, es un acuerdo tácito que funciona más allá de las ideologías y las coyunturas. Es el arquetipo que ha decantado a lo largo de la historia. Es lo que no se quiere ver, lo que se rechaza apenas se hace visible y que se oculta bajo alguna estafa argumental que cancela cualquier crítica al espanto.

Argentina es una sociedad que fracasa aún en la victoria. Y repite una y otra vez la escena.

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