Política

Bonafini: síntoma y enfermedad

El minuto de silencio para Bonafini fue un minuto de estridencia cruel escupida sobre sus víctimas y sobre las víctimas de su ideología.

Compartir:

La reciente muerte de la presidente de Madres de Plaza de Mayo se inscribe en el listado de eventos que, como catalizador, desnuda los aspectos más icónicos del entramado de intereses, pulsiones, aspiraciones y miserias al que llamamos comúnmente: La Política. Los deudos de la señora de Bonafini tendrán, como cuadra a todo ser humano, el derecho de penar por su ausencia en el plano privado. El devenir del personaje público de la señora, en cambio, tanto en lo que se refiere a su vida como a su final, es ampliamente debatible en el ágora. 

Bonafini funcionó durante décadas como árbitro y certificador del derechohumanismo nacional e internacional. Las narrativas ideológicas necesitan mucho de estos personajes. La razón hay que buscarla en la economía argumentativa y en cierta necesidad angelológica de despegar a sujetos sacramentales del común de los mortales, debido a alguna característica superadora que funcione como última palabra, como decisor entre el bien y el mal. Bonafini contaba con una de las características superadores más importantes de nuestra cultura popular: “La Victimidad”, esa construcción ideológica que permite a ciertas personas o grupo de ellas el considerarse o percibirse como víctima por sucesos que dejan indicios y señales de la forma de entender las relaciones de poder.

Cuando la victimidad es un valor colectivo se diluye toda relación individual entre el daño y el damnificado. Es la identidad lo que define al afectado, de suerte tal que hay personas que se consideran víctimas de opresiones que jamás padecieron porque datan de siglos atrás, por ejemplo.

Estamos ante un tiránico culto a la victimidad que lleva macerándose por mucho tiempo. La victimidad es, actualmente, fuente de toda razón y justicia y, en consecuencia, el conocer los indicios y señales de su ordenamiento y gerenciamiento es clave a la hora de ejercer el poder político. La victimidad no se relaciona necesariamente con el hecho de ser una víctima de algo, sino con la capacidad de transformarlo en un asset identitario. Cuando la victimidad es un valor colectivo se diluye toda relación individual entre el daño y el damnificado. Es la identidad lo que define al afectado, de suerte tal que hay personas que se consideran víctimas de opresiones que jamás padecieron porque datan de siglos atrás, por ejemplo. Pero si alguien puede ser víctima por carácter transitivo sin haber sido jamás afectado, alguien puede ser victimario sin haber cometido ningún delito, sólo por su asignación identitaria en contraste. Entender el potente rol de la victimidad en nuestro ordenamiento cultural es clave para granjearse influencia política. Bonafini entendió esto mucho antes de que la frágil generación Z soñara con su cultura woke y mucho antes de que a alguien se le ocurriera hablar de la batalla cultural.

Por eso, cuando se empezó a resquebrajar el maquillaje de la santificación de Bonafini, ella ya tenía capas y capas de victimización protectora, borbotones de bulas que le permitían hacer y decir las cosas más viles sin que nadie se atreviera siquiera a poner un «pero». Bonafini fue una habilísima anguila política que le sacaba varios cuerpos a dirigentes y a influencers, su trayectoria pública debería ser objeto de estudio antropológico. Su muerte y los derivados de la misma también, por cierto, pero con una excepción. Bonafini padeció un mal que aqueja muy frecuentemente a la izquierda cebada, no sabe cuál es el límite. Cuando le cambian el tablero, enloquece y vuelca. No era culpa de ella, no le habían actualizado el software.

El constructo Bonafini emotiva, virginal e impotente, su “identidad victimal” fue casi un absoluto en el retorno democrático argentino. Ayudaba el clima internacional y las investigaciones y publicaciones de lo aberrante y criminal de la dictadura militar. Un relato de blancos y negros, sin cronología ni contexto se apoderó de la hegemonía cultural. Los argentinos, todos, parecían haber nacido en diciembre de 1983. Nadie había existido entre 1943 y esa fecha, 40 años de limbo inconsciente e inocente para un país negado a la responsabilidad y a la autocrítica. 

Conforme se convertía en símbolo, su impunidad crecía. Son innumerables los actos de corrupción, intolerancia y desprecio a la democracia, a sus instituciones y a las personas, que se taparon o matizaron en un esfuerzo mediático y político sin precedentes.

Las circunstancias en aquellos años fueron excepcionales para el surgimiento de intocables. El ensayo de laboratorio es el Che Guevara. Hacia el fin de la Guerra Fría, el colapso de uno de los bandos se llevó consigo la historia del accionar de sus sucursales, socios y ramificaciones. Una nueva narrativa brotaba del compost de la muerta URSS, y los satélites del imperio soviético fueron indultados por la historia y la política. Ese fue el mundo que aupó y cobijó a Bonafini y su función corporativa, como si el accionar institucional argentino no hubiera existido, desconociendo los méritos del país en investigar, juzgar y condenar el accionar de la dictadura.

Conforme se convertía en símbolo, su impunidad crecía. Son innumerables los actos de corrupción, intolerancia y desprecio a la democracia, a sus instituciones y a las personas, que se taparon o matizaron en un esfuerzo mediático y político sin precedentes. Eso tampoco fue su culpa, jamás ocultó su odio profundo a la libertad, a los valores más elementales. Tampoco ocultó su amor y apoyo incondicional a dictaduras y dictadores. Pero la cultura argentina se acostumbró a aceptar que había dictadores buenos y malos, torturadores y fusiladores buenos y malos, atentados buenos y malos. En la construcción de ese dogma Bonafini fue juez y parte. Con su palabra creaba verdad, su abrazo ungía carreras y figuras, fue pionera del virtue signalling, la señalización de virtud, el postureo.

Cuando cambiaron un poco los tiempos y los vientos, su olfato le jugó una mala pasada y siguió jugando un juego perimido. Sus reiterados apoyos al terrorismo empezaron a hacer ruido en los sponsors internacionales. El mundo empezaba a construir ídolos de un barro más pasteurizado. Entonces, en el escenario local llegaron los Kirchner. El match fue perfecto. Ellos necesitaban alguna épica, cualquiera, algo que los situara en el rancio espectro ideológico argentino. Ella, y los suyos, necesitaban del largo, generoso, hipócrita y corrompido cobijo estatal.

El matrimonio Bonafini-Kirchner ha sido un blindaje sólido en ambos sentidos. Posiblemente la política pública más estable del kirchnerismo, la versión más exitosa del peronismo. Los beneficios de este consorcio no fueron sólo simbólicos, Bonafini consiguió un ducto de dinero ilimitado que, en su impunidad y borrachera odiadora, entregó administrativamente a personajes de ligas siniestras. No importaba nada. Muchos cronistas en estos días han realizado un prolijo índice de las fechorías de la señora, puestas todas en fila deberían avergonzar a cada periodista, artista, intelectual y político que no la denunció abiertamente. En sus últimos años Bonafini pisoteó a la justicia hasta el empacho, hasta su muerte. Es imposible hablar de institucionalidad argentina seriamente después de Bonafini. 

Entonces, en el escenario local llegaron los Kirchner. El match fue perfecto. Ellos necesitaban alguna épica, cualquiera, algo que los situara en el rancio espectro ideológico argentino. Ella, y los suyos, necesitaban del largo, generoso, hipócrita y corrompido cobijo estatal.

Pero el halo de santidad que alguna vez cubrió a Bonafini, y del que se nutrieron no sólo los Kirchner sino el amplio espectro del mainstream cultural nacional, no tenía el mismo efecto en las generaciones más jóvenes. La señora que pedía torturas para niños, que festejaba atentados sanguinarios y que amenazaba a jueces y periodistas pertenecía a otra época. Se resquebrajó su escudo y entró a borbotones un desprecio social espeso y virtualmente simbólico. Bonafini representaba un relato maniqueo, falsario y avaricioso que ya carecía de seducción. Su escudo, el derechohumanismo, cayó en desgracia y cada una de sus apariciones se llenaba de repudio.

Con su muerte este efecto fue exponencial, el bumerán de odio dio de lleno en el corredero de la noticia de su deceso. No había manera de salvar su memoria, imposible canonizarla. 

Sin embargo, la clase política vernácula siempre puede ir un poco más profundo en su desconexión de la realidad, del pulso social y de la vergüenza. Pocas horas después de su muerte la homenajearon con un silencio inmerecido. Homenajearon a la persona que gozó con el dolor de los inocentes, que robó el dinero de los necesitados. Homenajearon a la intolerancia y al odio, cedieron ante la extorsión de quienes se beneficiaron con la prostitución del concepto de Derechos Humanos. El minuto de silencio para Bonafini fue un minuto de estridencia cruel escupida sobre sus víctimas y sobre las víctimas de su ideología. Prefirieron el reproche de sus votantes a tener que enfrentar a su casta. Una cobardía sin parangón. 

El poco arraigo que los políticos tienen a la representación de los intereses de sus votantes es también una consecuencia de la perimida cosmogonía que entronizó a Bonafini. Como ella, los políticos no entienden que los tiempos cambian, se abrazan a una agenda vencida y vuelcan sistemáticamente. Los cargos, escaños y mandatos políticos que fueron concebidos como instrumentos para la participación cívica se han convertido en un fin en sí mismo. Esta desconexión deriva en una desconfianza del sistema como canal de dicha representación. La muerte de Bonafini muestra a las claras este problema profundo. Los intereses y sentimientos de los ciudadanos son excluidos del debate político porque sus representantes son demasiado cobardes, demasiado estultos, demasiado acomodaticios. O todo esto junto.

Las bancas no están diseñadas para el postureo personal. Algo mal estamos haciendo cuando permitimos que se homenajee en el Congreso de la Nación a una persona como Bonafini. La excusa de la solicitud de una bancada es procaz, no hicieron ni pidieron silencio para las víctimas de los terroristas, no lo hicieron para policías acribillados cotidianamente, no lo hicieron para las víctimas de la guerra narco. Las condolencias personales se expresan en el plano íntimo, las condolencias expuestas para el postureo político hablan de un apoyo y de una empatía necesariamente. Por eso, en su momento, el kirchnerismo se encargó de tapar el minuto de silencio para Nisman con un aplauso por el cumpleaños de Néstor, para no mostrar empatía o solidaridad con el fiscal asesinado. 

Homenajearon a la persona que gozó con el dolor de los inocentes, que robó el dinero de los necesitados. Homenajearon a la intolerancia y al odio, cedieron ante la extorsión de quienes se beneficiaron con la prostitución del concepto de Derechos Humanos.

Que el kirchnerismo desee amortizar su consorcio usándola post mortem tiene todo el sentido del mundo. Hemos escuchado decir que Néstor, su fundador, nos vigila desde un satélite nacional y popular. El kirchnerismo puede decir cualquier cosa. Pero que el resto de la clase política no entienda que cuando están en una banca tienen una obligación y lealtad  representativa es gravísimo. Funcionan bajo una agenda contraria a los intereses y valores de quienes representan. Se sostienen por un andamiaje logístico electoral cada día más desprestigiado. Viven para el corto plazo y al ritmo de la ley del más fuerte. La muerte de Bonafini es un triste síntoma de una enfermedad para la que la clase política no tiene remedio.

Compartir:

Recomendados