Política

Un gigante con pies de barro

Encontrarse sujeto directamente a las políticas económicas del Politburó es un riesgo que la mayoría de los inversores extranjeros decidió no correr.

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Hace un año, el 24 de septiembre de 2021, Evergrande entraba en default luego de semanas de noticias turbulentas que descubrieron uno de los mayores escándalos financieros en China de las últimas décadas que, entre otras cosas, incluyó la venta indiscriminada de productos de administración financiera –una suerte de cuotapartes–, que la empresa emitió para poder pagar el rollover necesario para mantener sus activos inmobiliarios.

Es decir, ha resultado que la mayor empresa de bienes raíces de China no es más que una enorme estafa piramidal. Y se dice «es» porque no sólo Evergrande no quebró, sino que continúa siendo la principal empresa del sector, a pesar de eventualmente haberse visto obligada a vender parte de sus activos para pagar la estrafalaria deuda de más de 300 mil millones de dólares.

La mayor empresa de bienes raíces de China no es más que una enorme estafa piramidal.

¿Cómo es posible que después de todo el escándalo, no sólo la empresa continúe con sus actividades, sino que además pareciera que los problemas se resolvieron de la noche a la mañana? La respuesta corta es que este no es un caso aislado, es el modelo económico chino, que pareciera que como contradicción fundamental no tiene la clásica comunista «capital versus trabajo», sino la de «actividad versus crecimiento». Es decir, a fin de garantizar la actividad económica, el régimen no hecho más que aumentar la deuda de las empresas en crisis.

Así, el liderazgo del Partido Comunista Chino ha cimentado las políticas de la Reforma y Apertura en la idea de que mucha actividad genera crecimiento del producto bruto. Pero eso fue efectivamente así en los comienzos, cuando la economía china estaba severamente subinvertida. En la actualidad, sólo es cierto para las planillas de contabilidad, porque en la medida en que la inversión no se complementa con un aumento de la productividad, la actividad es sólo deuda, sin producto detrás.

Hasta el comienzo del gobierno de Xi en 2013, la productividad china crecía al 15,5% anual, pero desde entonces la tasa se ha ralentizado a solo un tercio de esa cifra. Sin embargo, la tasa de inversión se ha mantenido en niveles récord, entorno al 43% del PBI, una figura que duplica el promedio mundial y el de las principales potencias económicas. La ecuación, entonces, es sencilla, si no aumenta la productividad, pero la inversión sí lo hace (en término absolutos), la financiación no puede venir de fuentes genuinas.

Efectivamente, el diferencial surge de la deuda, tanto privada (que excede el 100% del PBI) como pública (que ya excede el 300%). Esto explica que, con tal de mantener las «tasas chinas» de crecimiento, la tasa de endeudamiento se ha disparado aún por encima de aquellas. Como contrapartida, el crecimiento se sigue ralentizando, llegando al punto de caída en el segundo trimestre de este año, y aún más, hasta la actividad se encuentra en caída en lo que va del año, de acuerdo con las propias cifras del régimen.

Pero este sinceramiento de la situación, que se explicitó con el caso de Evergrande, no es nuevo. Desde hace años las empresas chinas no muestran fundamentals sólidos. Esto se evidencia a partir del índice SSE Composite, que sigue la evolución de la bolsa de Shanghái, y ha caído casi un 10% desde el último Congreso partidario, una caída que se duplica en términos reales. Una situación similar se atestigua con el SZSE Component, el índice de la bolsa de Shenzhen, que agrupa a los gigantes tecnológicos chinos: no sólo ha caído en términos absolutos y reales en el último lustro, sino que se encuentra un 40% por debajo del valor inaugural, registrado en 2007 pocos días después del 17° Congreso.

La caída es mucho más estrepitosa en Hong Kong, donde el índice Hang Seng ha perdido casi la mitad de su valor desde la implementación de la Ley de Seguridad Nacional que anexionó de facto la ciudad al sistema político chino –y, por ende, también al económico–. Es que encontrarse sujeto directamente a las políticas económicas del Politburó es un riesgo que la mayoría de los inversores extranjeros decidió no correr.

A este contexto se suma el éxodo de empresas extranjeras que han sido empujadas por las sanciones impuestas sobre la mano de obra esclava de minoría étnicas, las restricciones por la cruzada contra el COVID, y la virulencia del militarismo en torno a Taiwán  –que promete perturbar las principales cadenas de valor en las que se encuentran insertas las multinacionales con actividades en la República Popular–.

A ello debe añadírsele un dólar más fuerte, que canaliza las inversiones globales hacia Estados Unidos con vistas a un yuan que –aunque a un ritmo menor que las principales monedas del mundo– continúa devaluándose. Así, invertir en China hoy implica desprenderse de una moneda fuerte para enterrar dinero en una economía que está camino a la recesión, que es subvencionada por una burbuja financiera inflada desde el Estado, y que mantiene enfrentamientos políticos con el resto de las potencias globales.

En pocas palabras, no es un panorama alentador. Tanto es así que hoy es probable que China nunca supere a Estados Unidos como primera economía global. No obstante, así como lo ha hecho cubriendo el caso de Evergrande y la crisis asociada, el régimen no da señales de comprender la gravedad del asunto, lo que torna el panorama aún más preocupante. En su lugar, sigue empecinado en proyectar su poder a nivel global, tanto de manera dura a través de ejercicios militares, como de manera aguda, con la política de «COVID cero».

Así, mientras las malas noticias económicas se juntan en casa, Xi se ocupó de desviar las discusiones hacia el rol de China en la cumbre de la Organización de Cooperación de Shanghái que organizó Uzbekistán hace pocos días. Allí, según dejaron trascender los organizadores, algunos miembros acordaron una hoja de ruta para aumentar gradualmente el porcentaje de las monedas nacionales en los acuerdos comerciales mutuos.

En pocas palabras, no es un panorama alentador. El régimen no da señales de comprender la gravedad del asunto, lo que torna el panorama aún más preocupante.

Sumado al lenguaje extremadamente vago que caracteriza a un foro multilateral de estas características –que en sus veinte años de historia no ha tenido una sola decisión vinculante–, el transcendido demuestra que China aún no es capaz de imponer su moneda ni siquiera regionalmente; ni siquiera cuando Rusia está vedada del uso del dólar, el euro, la libra y el yen. Así, si bien China ha estado presta a ayudar a su aliado con el que comparte una cooperación «sin límites», Rusia sólo representa el 4% de los pagos denominados en renminbi a través de SWIFT, y se encuentra aún debajo de, por ejemplo, el Reino Unido.

Esto se puede entender porque el renminbi corresponde a sólo el 2,88% de las reservas internacionales asignadas, y casi su totalidad son swaps de monedas que los bancos centrales contrapartes utilizan para financiar las importaciones de China. Es decir, el renminbi rara vez es un resguardo de valor; más bien, es una moneda de cambio no muy diferente a los derechos especiales de giro del FMI. Esto se complementa con una porción de las transacciones totales globales de solo el 2,15% del total, la mayoría para con Hong Kong.

Por lo pronto, la estrategia del régimen se centra en continuar subsidiando la oferta de bienes, tanto durables (a través del rescate de las firmas de bienes raíces), como los destinados a la exportación, a fin de mantener un superávit comercial que permita sostener un tipo de cambio artificialmente alto. No obstante, esta estrategia es peligrosa: un tipo de cambio relativamente alto es nocivo para una economía basada en la exportación. Por otro lado, intentar mantener la competitividad a través de más subsidios no logrará más que alimentar al círculo vicioso del endeudamiento.

El camino sensato tiene un problema para Xi, que construyó su poder doméstico en base a promesas de expansión hacia el exterior: un cambio en la política económica implicaría reconocer su fracaso.

En su lugar, lo que la economía china necesita es un sinceramiento que, en parte, precisará de subsidios a la demanda, para comenzar a absorber los bienes durables que hoy se encuentran ociosos, y los exportables que, a fin de conseguir dólares, muchas veces acaban por venderse a precio de dumping. Pero este camino sensato tiene un problema para Xi, que construyó su poder doméstico en base a promesas de expansión hacia el exterior: un cambio en la política económica implicaría reconocer su fracaso.

Justamente eso fue lo que hizo Deng Xiaoping cuando introdujo la Reforma y Apertura: reconoció que el Partido se equivocó y debía tomar un nuevo rumbo. Claro, eso lo hizo al tomar el poder de las manos frías de Mao; no debió pagar ningún precio político. ¿Acaso será necesario que venga un nuevo Deng a arreglar los errores de este nuevo Mao? Si no es así, plausiblemente China volverá a cumplir la profecía bíblica del gigante con pies de barro, como ya lo ha hecho tantas veces en el pasado.

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