Política

¿Qué hicimos con la Excelencia?

¿En qué se convirtió el Estado? ¿Qué clase de personajes están a cargo de él? ¿Por qué es todo tan berreta, tan ridículo, tan descarado? ¿Podemos aspirar a una clase dirigente de más categoría que la que tenemos?

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Casi todas las características sobresalientes se borran para dar lugar a algo promedio, menos alto y menos bajo, menos brillante y menos tenue que lo que el mundo tenía antes.
Alexis de Tocqueville, La Democracia en América

Ocurrieron muchas cosas en los últimos días, la alta política nacional e internacional ha dejado, como es habitual, su estela de fracaso y corrupción y la decadencia y la desesperanza se ciernen sobre nosotros. Ok, todo eso es cierto pero no es la cuestión de estas líneas. En cambio, y por aquello de “pinta tu aldea”, pareciera más fácil explicar la debacle argentina eligiendo tres hechos aislados, menores y sin relación entre sí que en conjunto ejemplifican la muerte de una forma de país.

Uno de ellos fue viral: La Secretaría de Comercio respondió al apriete faccioso de la Unión de Kiosqueros de la República Argentina (UKRA) y citó a la empresa Panini para abrir “una mesa de diálogo” porque los primeros tenían pocas figuritas del mundial de Qatar para vender. Los consumidores podían conseguir figuritas en supermercados, estaciones de servicio y apps de delivery, pero la corpo kiosquera no quería que Panini eligiera libremente dónde vender sus productos. Esta estupidez fue atendida por un Secretario de Estado, Matías Tombolini, que invirtió tiempo y dinero, extraído al pobrísimo pueblo argentino, para dirimir un problema entre particulares movido por el afán de contentar a los extorsionadores. Resúmen, entre una empresa que produce figuritas para vender y un montón de chicos que quieren comprarlas, se interpuso un burócrata absolutamente prescindible de una repartición absolutamente prescindible para doblar las campanas en favor de una corporación privilegiada usando para ello y de manera indebida el dinero de los impuestos y la coerción del Estado.

El segundo evento fue más intrascendente y es necesario que el lector conserve el adjetivo en su cabeza. El Municipio de Bahía Blanca, representado por el intendente Héctor Gay y la senadora provincial Nidia Moirano, firmó junto a la diputada Margarita Stolbizer un Tratado de Prohibición de Armas Nucleares. ¿Cuál es la relación de las personas citadas con el circuito de producción, venta y uso de armas nucleares? Cero, nada, ausencia de sustancia. ¿Cuál sería la influencia que la firma de ese papelito podría tener tanto bélica como defensiva y hasta comercial? Nula menos diez. No hay mofa suficiente que esta cronista pudiera desplegar que opacara la deliciosa catarata de burlas que las redes le dedicaron al episodio tal vez más imbécil de los últimos tiempos. Pero lo cierto es que, de nuevo, funcionarios y legisladores utilizaban tiempo y dinero que no les pertenecía para hacer cosas ridículas e intrascendentes, lo que plasmaba a las claras que lo innecesario e intrascendente eran ellos mismos. Pero sus confortables niveles de vida obtenidos en base a impuestos y coerción estatal seguirán estando asegurados así firmen un tratado que prohíba la existencia de la Vía Láctea.

El último es el que menos humoradas despierta. Resulta que un inmigrante venezolano muy carismático hace videos en redes mostrando la Ciudad de Buenos Aires. Sabe mucho y sabe cómo contarlo, es muy divertido y por eso tiene muchos seguidores que le pidieron que hiciera lo mismo que en los videos pero en vivo. Entonces él propuso juntarse un domingo para hacer un tour. Inmediatamente fue intimado por “guías con licencia estatal” y por el Ministerio de Turismo advirtiéndole que recorrer Buenos Aires para contar historias sobre la ciudad estaba prohibido. Que lo bizarro y lo delirante no quiten de vista lo importante: en medio de un grupo de personas que se iban a reunir libremente se metió coercitiva (o sea represivamente) una dependencia estatal, tan irrelevante y de sobra como totalitaria, a mediar a favor de un grupo corporativo que pretende obligar a los ciudadanos a consumir sus productos. De nuevo una estafa al dinero que se obtiene a través de impuestos y de nuevo un uso del poder y de los recursos del Estado para acciones kafkianas y facciosas.

Entonces el punto acá es: ¿En qué se convirtió el Estado? ¿Qué clase de personajes están a cargo de él? ¿Por qué es todo tan berreta, tan ridículo, tan descarado? ¿Podemos aspirar a una clase dirigente de más categoría que la que tenemos? ¿Qué hicimos con la excelencia?

Escribía el crítico y académico George Panichas, en el año 1993, un artículo llamado “What Happened to Excellence?”. Entre muchas reflexiones se preguntaba qué ocurría con una sociedad en la que sólo se predica la igualdad y la noción de derechos, sin límite ni restricción ni criterio. Sostenía Panichas que esa condescendencia buenista e igualitarista buscaba matar a la excelencia tanto en la vida individual como nacional y agregaba que en esos casos la tolerancia se convertía en algo destinado exclusivamente para lo mediocre y que esto terminaba en una uniformidad sin sentido. 

Sólo en un país que abjuró de la excelencia puede campar a sus anchas tanta mediocridad y cinismo juntos.

Mientras estos tres sucesos se hilaban en su infinita insensatez, más valor cobra aquel magnífico texto de Panichas sobre la forma en la que la pérdida de la excelencia como valor social repercute luego en la forma en la que nos organizamos como país. Decía así: “La excelencia puede definirse como el estado de sobresalir y de superar el mérito. La excelencia predica la aspiración y la trascendencia, una búsqueda de una mayor calidad de logro y, en efecto, ir más allá del momento, (…) presupone ascenso intelectual, moral y espiritual; y el ascenso especifica crecimiento y desarrollo a fuerza de esfuerzo y compromiso. La excelencia se nota en absoluto, como en el mundo de los atletas, de los artistas. La excelencia significa afrontar las dificultades y superar los obstáculos”

Sólo en un país que abjuró de la excelencia puede campar a sus anchas tanta mediocridad y cinismo juntos. Que con tanta impunidad funcionarios y legisladores puedan mostrar su falta completa de criterio, su ignorancia y su irrespeto por la libertad y por la propiedad, es achacable a que saben que nadan en un mar de imbecilidad extenso. O han perdido la conciencia o no les importa, porque ni siquiera les asistió la diosa vergüenza a la hora de publicarlo. Continúa Panichas “El colapso de la idea de excelencia, se puede decir, ha sido proporcional a la desventaja de los estándares éticos, morales y espirituales. Ya no exigimos a nadie ningún estándar de conducta o logro. Ya no creemos que se deba esperar que nadie alcance un estándar. Los estándares de excelencia se desinflan constante y sistemáticamente en todos los niveles”

Estos tres eventos menores (sí, sí, también el discurso de Alberto en ONU y la autodefensa de la vicepresidente en el juicio de corrupción y tantas noticias más son terribles pero pongamos un ojo en lo molecular) son síntomas más que dramáticos de lo que el autor advertía que ocurriría al atacar la idea de excelencia sembrada en principios críticos y selectivos. Cada “Día nacional del Salame”, cada investigación vergonzosa del CONICET, cada diputado ágrafo, cada “Ley de Alquileres” que busca ser derogada por los mismos mamertos que la sancionaron, conforman la pirámide del fracaso que representamos como proyecto de país. Hemos naturalizado esto.

“En ese momento en que la excelencia como un absoluto se rinde a los fiats de las ciencias sociales y los caprichos de los conductistas (y se politiza, se ideologiza), la excelencia deja de ser una gran y real virtud. Y cuando esta transformación se da a nivel individual y también colectivo, se produce el proceso de banalización. Así insistimos en alternativas plurales a la excelencia y en esta insistencia elevamos el poder de la igualdad al sancionar cualquier tendencia que reduzca las cosas a una única ecuación común”. Por qué podemos tener una dirigencia tan mediocre, tan procaz, tan inconsciente de su propia incompetencia. Es el desapego a la excelencia lo que nos hace perder la brújula. Es la ausencia de una vara de excelencia lo que los mantiene en el poder. No, no es lo mismo malgastar los impuestos que cuidar el dinero público. No, no es lo mismo entorpecer la vida de los ciudadanos que simplificarla. No, no está bien firmar cualquier tontería para justificar la rosca y los privilegios.

Es la sociedad la que elige políticos cuyas plataformas son de una imposibilidad manifiesta, aceptan esa coima que es la promesa de mejora sin cambio ni esfuerzo, la gratificación instantánea de solucionar los problemas con la varita mágica de escribir leyes.

La resignación de una sociedad a la búsqueda de la excelencia para hacer las metas más igualitarias, para hacer las cosas más fáciles para todo el mundo es lo que hace que luego tengamos que lamentar una dirigencia que nos deshonra. Es la sociedad la que no reclama mérito, superación o esfuerzo para sí y para lo que vota o consume. Es la sociedad la que elige políticos cuyas plataformas son de una imposibilidad manifiesta, aceptan esa coima que es la promesa de mejora sin cambio ni esfuerzo, la gratificación instantánea de solucionar los problemas con la varita mágica de escribir leyes. La educación, el síntoma más evidente de pérdida de la excelencia está rendida a la agenda del igualitarismo que no demanda competencia, promedios, abanderados ni idoneidad. Y ya casi no hay maestros para admirar, casi no queda escuela libre de politización y adoctrinamiento. Pretender que de esas usinas surja la excelencia es ridículo.

Se preguntaba Panichas, ya en esos años, si podrían sobrevivir los estándares de excelencia cuando el mismísimo gabinete del presidente de Estados Unidos debía adaptarse a la idea de diversidad y a los cupos. ¡Qué podría decir hoy! Todas las estructuras universitarias tomadas por la condescendencia identitaria. Los sistemas electorales dominados por las insultantes normas de paridad de género que a la sazón se contradicen con la innúmera cantidad de géneros que reconocen los Estados actualmente. Cupos para tomar empleados públicos basados en la preferencia sexual o en la autopercepción, privilegios legislativos según la etnia y desigualdad ante la ley refrendada por los sistemas judiciales. Es evidente que el compromiso con la excelencia queda obsoleto, pero entonces ¿de qué nos quejamos? 

No se puede aceptar la ingeniería social, aceptar que se decrete la uniformidad desde el poder y luego pretender que exista excelencia en la dirigencia. Sostiene Panichas (que increíblemente no hablaba de Argentina): “Parece que optamos no sólo por fomentar la uniformidad sino también por legislarla en nombre de las políticas de inclusión. Inevitablemente, entonces, junto con la palabra excelencia, la palabra civilización, en la medida en que estas dos palabras ejemplifican un proceso que es interactivo e interdependiente, parece estar saliendo de nuestro léxico” 

Decidimos no perseguir la excelencia, aceptamos la falacia de que el mérito, el esfuerzo, la competencia y el destacar por los logros es cruel e inadmisible. Optamos por educar en lo mediocre, festejar lo vulgar, banalizar el logro y la aspiración, todo para no ofender a los sacerdotes de la sacrosanta igualdad, esos que pregonan para todos una homogénea “pobreza digna”. No debería sorprendernos que nos encuentre la decadencia en los pequeños eventos, que tengamos una dirigencia estólida, arrogante y necia abroquelada en cada molécula de nuestra organización como país. 

Y vendrán más Tombolinis a dirigir oficinas para que el Estado medie hasta sobre el uso del control remoto en cada cuarto, que determinen la cantidad exacta de películas que los convivientes puedan elegir y muchos, muchísimos más funcionarios para asegurar la observancia a la norma, con perspectiva de género, claro. Y vendrán más Stolbizers a firmar acuerdos con el delegado de la Asociación de Amigos de Fondo de la Legua para impedir el uso de la salsa se soja en todo el sudeste asíático, y una miríada de asesores y encargados de prensa comunicarán orgullosos el evento. La estulticia, como la burocracia, no tienen límites a estas alturas. 

Ningún Poder se pone sus propios límites, ningún burócrata se despide a sí mismo, no existe mejora sin competencia y nadie compite si la mediocridad se impone y gana la desidia. No hace falta mirar la miseria de la gran política para entender Argentina, la falta de excelencia está carcomiendo las bases.

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