Cultura

Mujeres Reales en Guerra. Episodio IX: Christine de Pizán y sus libros como espadas

Cansada de tanto dislate lanzado a las de su sexo, se lanzó a hacer algo que muchas mujeres soñaban pero pocas, por no decir ninguna, había osado realizar: hablar abiertamente de la execrable misoginia de su tiempo.

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Christine de Pizán nació en Venecia en 1364. Su padre era un afamado astrólogo de la Universidad de Bologna que alimentó la avidez de conocimientos de su hija con todos los saberes científicos de que disponía. Por invitación de Carlos V de Francia la familia se mudó a París en 1368. El Louvre fue el patio de juegos de Christine, como luego lo sería la biblioteca real.

Tuvo una infancia feliz y opulenta. Como astrólogo y médico real, su padre gozaba de importantes rentas y hasta compró el castillo de Mémorant. Siempre guiada y estimulada por su él, Christine devoraba todo conocimiento que alcanzaba sus ojos. Por supuesto que esto hacía feliz a su padre, pero no tanto a su madre que prefería verla más dedicada a las tareas femeninas y hogareñas. A los quince años se casó con Etienne Castel. No se sabe si fue por exclusiva elección de sus padres o si ella participó, pero su matrimonio fue feliz y Christine confesará en algún poema el amor que tenía por su esposo. Este joven era ayuda de cámara del rey y pronto fue su secretario y notario. Todo era alegría y progreso en la familia y en su matrimonio del que nacieron dos hijos y una hija.

Pero en 1380 el rey murió y con él el mundo de los Pizan-Castel se vino abajo. El astrólogo fue despedido y aunque Etienne continuó en su cargo los pagos se recibían muy irregularmente. Para colmo, en plena Guerra de los Cien Años, París era un hervidero de disturbios.

Las desgracias se acumularon. En 1385 moría su padre y en 1390 su esposo murió por la peste. Era ahora una joven viuda de veinticinco años con tres hijos, una madre y una sobrina que mantener. Su mundo social esperaba que volviera a casarse “como era debido a una viuda para ser mantenida por un nuevo esposo”. Pero Christine no aceptaba ese mundo. No quería casarse, no quería ser mantenida, no quería depender de nadie. Así que la tragedia emocional de la muerte y la económica de la quiebra, se le sumó la del reproche social. En sus versos denunciará que a las pobres viudas nadie les acerca consuelo, piedad o ayuda, ni siquiera los príncipes.

Hubo de administrar y eventualmente vender algunas propiedades para comer, mientras emprendía cuatro litigios reclamando los sueldos debidos a su esposo, los que obtuvo después de veinte años de paseos tribunalicios. No es de extrañar que tuviera recaídas físicas de tanto en tanto.

Entre tanta desazón encontró un refugio íntimo dedicándose a escribir poesía en la soledad de su habitación. Como para muchos escritores la tristeza fue la fuente original de sus versos, pero pronto halló otras que supo aprovechar. Como afanosa lectora tuvo a su disposición un amplio vocabulario y una destreza gramatical que se tradujeron en versos maravillosos. Y tanto lo fueron que cuando en 1399 se decidió a publicarlos bajo el título de “Cien Baladas” fueron de inmediata aceptación; y le siguieron quince volúmenes más. El esfuerzo valió la pena y Christine dirá “…y como la mujer que ha dado a luz olvida su dolor tan pronto como oye el grito del niño, también tú olvidarás el trabajo y el esfuerzo al oír la voz de tus volúmenes”.

En ese mismo 1399, la osada Christine se atrevió a enfrentarse a Jean de Meung que había escrito la segunda parte del “Roman de la Rose” de 1225. En la primera parte escrita Guillaume de Lorris se ensalza el amor cortés, en la segunda de Meung construye un alegato misógino en el que el amor es un acto puramente físico para satisfacer los instintos masculinos, qué más, y hace un derroche del más alto desprecio por la mujer.

Era una de las obras más leídas en aquel  tiempo, por tanto su visión se expandía. A Christine poco le importó que Jean de Meung fuera una venerada reliquia de la Universidad de París, y decidió darle la réplica con un poema, el Eprite au dieu d’Amour (Epístola al Dios del Amor). Christine ponía de manifiesto la situación de las mujeres de su tiempo: “Se quejan las citadas damas/ De grandes extorsiones, reprobaciones, difamaciones,/ Traiciones, ultrajes muy graves,/ Falsedades y muchos otros daños/ Que, todos los días, reciben de bellacos/ Que las culpan, difaman y engañan”. Y con contundencia añadía: “Concluyo que todos los hombres razonables/ Deben apreciar, querer, amar, a las mujeres…/ A ellas, de quienes todo hombre desciende”.

Su fama llegó hasta personajes ilustres como el condestable de Francia Charles d’Abret, la propia reina Isabel de Francia y a Isabel de España. Se había convertido en la primera escritora profesional de la historia.

Este poema inició lo que se llamó la “La Querelle de la Rose”, que hoy citamos como “La Querella de las Mujeres”, centrándose en la condición femenina y con el tiempo en los derechos de las mujeres. La contienda intelectual tuvo una influencia creciente, sobre todo después de Guttemberg y su invento. Alcanzó a la Revolución Francesa, donde se reclamaban el derecho de las mujeres a la educación y al conocimiento afirmando que varones y mujeres tenían capacidades similares y que “la mente no tiene sexo”. En el siglo XIX afectó al movimiento sufragista y los derechos de las trabajadoras en la Revolución Industrial. Sus figuras más relevantes: Madame de Beaumer, Mary Astell, Mary Wollstonecraft, Josefa Amar y Borbón, Dorotea Erxleben, Olympe de Gouges, Teresa de Cartagena e Isabel de Villena entre miles.

La Querella aún no ha terminado, supongo que tiene el sueño intranquilo esperando que el actual feminismo ignorante de esta historia y anémico de toda inteligencia reaccione y vuelva a su poderoso cauce que tantos cambios ha logrado.

Christine, supervisaba su obra poética ella misma desde su escritura hasta su edición final, incluidas las bellas ilustraciones. Su fama llegó hasta personajes ilustres como el condestable de Francia Charles d’Abret, la propia reina Isabel de Francia y a Isabel de España. Se había convertido en la primera escritora profesional de la historia. Sus palabras, que habían dado consuelo a sus tristezas, ahora eran una manera de ganarse la vida.

Hasta Inglaterra llegó su aura. El conde de Salisbury le ofreció darle una buena educación a Juan, su hijo mayor. Una vez más, las desgracias la perseguían. Ricardo II de Inglaterra era destronado y el conde de Salisbury hecho prisionero. El país se encontraba en un caos, y nadie sabía nada de ellos. Poco después Christine supo que su hijo estaba bajo la protección del nuevo rey, Enrique IV, otro admirador suyo. Christine le envió a cambio uno de sus manuscritos y consiguió así recuperar a su hijo después de tres años de ausencia. Con la vuelta de Juan, ya no estaría tan sola. Su segundo hijo había fallecido y su hija se había retirado al convento de Poissy. Juan daría otra satisfacción a su madre al conseguir como su padre el cargo de notario y secretario regio.

En 1404 la carrera de Christine de Pizán daría un paso fundamental. Le había regalado al duque de Borgoña, Felipe el Atrevido, una de sus obras, el “Livre de Mutation de Fortune” (El libro de la mutación de la fortuna). Poco después recibía una invitación del duque para reunirse con él en el Louvre. Christine volvía a aquel palacio, escenario de los años felices de su infancia, pero ahora para recibir un ambicioso encargo. Felipe le pidió que escribiera un libro sobre el reinado de su hermano, el desaparecido Carlos V. En un  tiempo en el que la historia de Francia la escribían grandes eruditos u hombres de Iglesia, se le encargaba a una mujer una crónica sobre la vida de un rey francés. El “Livre des faits du sage roi Charles V” (El libro de los hechos del sabio rey Carlos V) significó para Christine de Pizán su reafirmación como escritora. Atrás quedaban las burlas y las calumnias de aquellos que nunca creyeron que una mujer viuda pudiera ser algo más que esposa para otro hombre.

Christine de Pizán había decidido imaginar un mundo a su medida donde reivindicar la dignidad de las mujeres; iba a crear su propia Ciudad de las Damas.

Un año después, en 1405, Christine se convertiría en la primera feminista de la historia, aunque ya había hecho lo suyo al respecto. Llevaba años oyendo y sufriendo en su propia piel diatribas que afectaban a la dignidad de las mujeres y más había tenido que soportar difamaciones acerca de su persona. Y ella misma era un mentís a todo eso con su imagen tan cercana a los libros y tan lejos de las ruecas.

Cansada de tanto dislate lanzado a las de su sexo, se lanzó a hacer algo que, muchas mujeres soñaban pero pocas, por no decir ninguna, había osado realizar: hablar abiertamente de la execrable misoginia de su tiempo. Christine de Pizán había decidido imaginar un mundo a su medida donde reivindicar la dignidad de las mujeres; iba a crear su propia Ciudad de las Damas.

En “Le Livre de la Cite des Dames” (El Libro de La ciudad de las Damas) inicia leyendo Las lamentaciones de Mateolo, un libelo que dice, entre otras cosas, que en el matrimonio las mujeres hacen miserables las vidas de los hombres –seis siglos después todavía suena estúpidamente familiar-. Dirá  Christine “…Me preguntaba cuáles podrían ser las razones que llevan a tantos hombres, clérigos y laicos, a vituperar a las mujeres, criticándolas bien de palabra bien en escritos y tratados”. Con gran habilidad literaria y profunda ironía continúa “…, llegué a la conclusión de que al crear Dios a la mujer había creado un ser abyecto. No dejaba de sorprenderme que tan gran Obrero haya podido consentir en hacer una obra abominable, ya que, si creemos a esos autores, la mujer sería una vasija que contiene el pozo de todos los vicios y males… ¡Ay Señor! ¿Cómo puede ser, cómo creer sin caer en el error de que tu sabiduría infinita y tu perfecta bondad hayan podido crear algo que no sea bueno? ¿Acaso no has creado a la mujer deliberadamente, dándole todas las cualidades que se te antojaban? ¿Cómo iba a ser posible que te equivocaras? Sin embargo, aquí están tan graves acusaciones, juicios y condenas contra las mujeres. No alcanzo a comprender tamaña aberración. Si es verdad, Señor Dios, que tantas abominaciones concurren en la mujer, como muchos afirman… ¡ay, Dios mío, por qué no me has hecho nacer varón para servirte mejor con todas mis inclinaciones, para que no me equivoque en nada y tenga esta gran perfección que dicen tener los hombres! Ya que no lo quisiste así… perdona mi flaco servicio y dígnate en recibirlo, porque el servidor que menos recibe de su señor es el que menos obligado queda”.

Con esta estocada maestra abre el juego de la trama en la que pronto se encuentra con tres damas Razón, Rectitud y Justicia que le dicen “… querida hija, no hemos venido aquí para hacerte daño sino para consolarte. Nos ha dado pena tu desconcierto y queremos sacarte de esa ignorancia que te ciega hasta tal punto que rechazas lo que sabes con toda certeza para adoptar una opinión en la que no crees, ni te reconoces, porque sólo está fundada sobre los prejuicios de los demás… querida Christine, te diría que es tu ingenuidad la que te ha llevado a la opinión que tienes ahora. Vuelve a ti, recobra el ánimo tuyo y no te preocupes por tales necedades. Tienes que saber que las mujeres no pueden dejarse alcanzar por una difamación tan tajante, que al final siempre se vuelve en contra de su autor”.

La Ciudad de las Damas se construye a partir de observaciones entre Christine y las tres damas, a los alegatos de hombres eruditos que cargan contra ellas y justificando sus argumentos con ejemplos reales. La ciudad de las Damas contiene una serie de biografías de mujeres como Zenobia, o personajes míticos como las Amazonas. Todas ellas van transitando dentro de los muros de la ciudad alegórica para demostrar que las mujeres no nacieron sólo para dedicarse a las tareas del hogar.

Christine insiste en que Dios “se ha complacido en conceder a las mujeres tantas facultades intelectuales que su inteligencia no sólo es capaz de comprender y asimilar las ciencias sino de inventar algunas nuevas… Si la costumbre fuera mandar a las niñas a la escuela y enseñarles las ciencias como método, como se hace con los niños, aprenderían y entenderían las dificultades y sutilezas de todas las artes y ciencias tan bien como ellos”.

La obra aconseja a una mujer noble cómo gobernar sus tierras cuando muera su marido. Debe entender a fondo su última voluntad. Si tratan de estafarla debe proteger sus derechos por la ley y la razón. Una mujer noble promoverá el buen gobierno en su reino actuando como mediadora entre sus barones. Si su tierra es atacada, como sucede después de la muerte de un príncipe con hijos menores de edad, será necesario que ella haga y conduzca la guerra. Ella debe mantener el afecto de la gente y ayudarla con su riqueza y propiedad. Debe hablar a sus súbditos, para que no la traicionen, diciendo que el gran gasto de la guerra no durará mucho, si Dios quiere. Nos recuerda a la condesa de Montfort.

Christine se posicionaba abiertamente en contra de las creencias de su tiempo no en un poema, sino en un libro dedicado única y exclusivamente a enaltecer con razonamientos, al sexo débil. Cuál fue la respuesta a tan osado ejercicio de crítica social. En principio limitada a quienes supieran leer, que no eran muchos. Además se trata de una competencia intelectual a la que aún menos personajes podían integrarse. Pero afectó a mujeres y hombres de poder y de academia, y ellos fueron los que difundieron esta contienda creciente. “La Ciudad de las Damas” no provocó un cambio de mentalidad en los que vieron su primera edición pero fue sin duda uno de los pilares que ayudarían a construir toda la teoría del feminismo real y la emancipación de la mujer. Siglos después de que Christine se enfrentara a su mundo hostil por el mero hecho de ser mujer y respondiera con argumentos valientes, su voz no pudo ser silenciada. Su obra se ha convertido en uno de los principales libros para todo aquel interesado en los estudios sobre feminismo. Aquella mujer que vio cómo su vida se desmoronaba y salió adelante demostrando al mundo una gran dignidad, había escrito, probablemente sin saberlo, uno de los capítulos más determinantes de la historia de las mujeres.

“La Ciudad de las Damas” no provocó un cambio de mentalidad en los que vieron su primera edición pero fue sin duda uno de los pilares que ayudarían a construir toda la teoría del feminismo real y la emancipación de la mujer.

Christine también se ocupó de la guerra, en 1410 escribió “Le Livre des Fais d´Armes et de Chevalerie” (El Libro de los Hechos de Armas de la Caballería) y le puso tanta atención y pasión como a toda su obra. Tal era la confianza de Christine en la contribución de las mujeres a todas las artes y ciencias que pocas dudas tuvo en escribir este manual sobre el arte de la guerra. Admite que las mujeres no están acostumbradas a escribir sobre este tema, pero justifica su interés invocando la ayuda espiritual de Minerva, Diosa de la Guerra. Compiló los tópicos más útiles de los clásicos autores militares romanos como Vegetius, Frontinus y Valerius Maximus; analizó el trabajo de Honore Bonet, consultó con caballeros, y agregó sus propios comentarios y observaciones. En sus secciones describe las cualidades deseadas de los buenos comandantes y soldados, la mejor manera de elegir campamentos, y como asaltar un castillo. Recomienda máquinas de asedio; catapultas; cañones; armas pequeñas; bombardas y todos detallados en cuanto al peso del proyectil. Las listas de equipos son interminables, exhaustivas y detalladas. Christine se había esforzado mucho para corregir los hechos de la guerra contemporánea para que su libro fuera un manual útil para los oficiales al mando. En su introducción, enfatizó su determinación de escribir en un lenguaje sencillo, ya que los guerreros no son leguleyos. Tal fue la utilidad de este manual que, 80 años después, Enrique VII encargó que se tradujera al inglés para sus comandantes.

A pesar de los consejos de Christine para la guerra, está más decidida a evitarla. Aconseja la negociación y la reconciliación, el uso de consejeros imparciales. Dios condena las guerras de venganza y agresión, dice ella. Pero admite las ocasiones permitidas por Dios en las que una tierra y su gente deben ser legalmente protegidas contra la opresión y que un príncipe puede tomar las armas para obtener justicia para sí mismo.

Tal era la confianza de Christine en la contribución de las mujeres a todas las artes y ciencias que pocas dudas tuvo en escribir este manual sobre el arte de la guerra. Admite que las mujeres no están acostumbradas a escribir sobre este tema, pero justifica su interés invocando la ayuda espiritual de Minerva, Diosa de la Guerra.

A raíz de Agincourt y hacia el final de su vida, Christine se retiró al monasterio de Poissy donde permaneció junto a su hija. Diez años antes, le había advertido a la reina francesa que, de continuar la guerra civil, su reino sufriría una invasión extranjera. Su profecía se había hecho realidad y ahora se dedicaba a escribir oraciones por las mujeres que habían perdido a sus maridos en la guerra.

Poco antes de su muerte, en 1430, Christine escribió un breve poema, un Himno a Juana de Arco. La heroína adolescente acababa de levantar el sitio de Orleans y condujo a Carlos a su coronación en Reims. “Qué honor para el sexo femenino, que Dios ama tanto, que mostró un camino a este gran pueblo por el cual el reino, una vez perdido, fue recuperado por una mujer”. Para Christine, Juana era el epítome de todo lo que había escrito. Al final de su poema, esperaba que Juana liderara al rey francés en una cruzada a Tierra Santa.

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