Uno de los dramas culturales más perjudiciales de los últimos siglos es la separación total entre vida y filosofía. El academicismo exasperante de los filósofos, a tal punto que dejan de serlo, la discusión de problemas mal planteados –como el del conocimiento– y el imperio del cientificismo ha convencido a casi todos de que la filosofía es una cosa que nada tiene que ver con sus vidas.
Casi todos creen que, por un lado, están los hechos, descriptos por una ciencia infalible que alcanza solo a la materialidad muda de un universo físico, y, por el otro lado, las llamadas humanidades, muy bonitas, muy cultas, pero subjetivas y por ende irrelevantes. Y es totalmente al revés. Esa creencia ya es una posición filosófica, y todo lo que hacemos, decimos y pensamos está dado por una concepción filosófica de la vida, del mundo, de la existencia, que nos abarca totalmente sin que nos demos cuenta. Despertar de ese sueño es la antipática tarea del filósofo. La verdad no está en supuestos facts que son independientes de la filosofía, sino en la fundamentación filosófica de nuestro horizonte del mundo.

Sujeto, verbo, predicado y complemento. No es necesario nada más porque no hay nada más. Los mundos cotidianos de la vida son el camino del filosofar. ¿Entiendes la parábola del buen samaritano? Entonces ya está. ¿No entiendes La ciencia de la Lógica, de Hegel? Problema de Hegel.
Este pequeño libro tuvo su origen en un pequeño curso, pero es también el lugar donde están expuestas casi todas mis ideas filosóficas. No puedo decir al lector que mis ideas lo ayudarán, no tendrá más que correr el riesgo. Mis ideas sobre el ser humano, la vida y su sentido, la filosofía del lenguaje, de la ciencia, de las ciencias sociales, del conocimiento, mi hermenéutica y mi fenomenología están todas aquí. Es sintético, sí, pero no por razones didácticas, sino porque muestro en pocas palabras la entrada a diversas Narnias que el lector tiene que recorrer por sí mismo (eso es filosofar). La filosofía no es ni fácil ni difícil, ni corta ni larga, sino apasionante. Y la síntesis no tiene que ver con decir brevemente lo que es muy largo. Tiene que ver con que muchos filósofos inventan falsos problemas y terminología rebuscada para esos pseudoproblemas. Escriben en espiral. No van al punto sino después de varios tomos. Yo no. Sujeto, verbo, predicado y complemento. No es necesario nada más porque no hay nada más. Los mundos cotidianos de la vida son el camino del filosofar. ¿Entiendes la parábola del buen samaritano? Entonces ya está. ¿No entiendes La ciencia de la Lógica, de Hegel? Problema de Hegel. Espero haberme explicado.
Este libro, ¿qué es? No es una introducción, en la filosofía uno no se introduce, uno se sumerge. Es para “no filósofos” en tanto no es un ensayo para ser publicado en una revista especializada, pero es para filósofos porque también les hablo a ellos. Me parece que este libro es un retrato de mis inquietudes filosóficas, hoy, más profundas: la unión entre filosofía y vida, la filosofía de las ciencias naturales y sociales, la hermenéutica, el lenguaje, el sentido de la existencia humana, y todo ello en diálogo con los temas clásicos de siempre: la libertad, el alma, Dios.

En la filosofía uno no se introduce, uno se sumerge
El estilo del libro revela una vuelta hacia cierta forma analítica de exposición, mezclada abruptamente con analogías y simbolismos más hermenéuticos. O sea, el libro refleja mi estado filosófico actual: parece haber sido escrito para decirme a mí mismo dónde estoy hoy, filosóficamente hablando (dejando de lado mi vida de astronauta existencial, donde estoy todo el día en la luna). Por eso es “para mí”. Pero, como siempre, es un yo que se dirige a un tú, con la esperanza, permanente esperanza, de despertar en el otro su conciencia teorética, con la esperanza de dialogar con el otro en un intercambio de bien y verdad. Una esperanza permanente en mi existencia.
Los capítulos son desconcertantes. Que Dios me los perdone, y que los lectores me perdonen (no extiendo este pedido de misericordia a mis colegas porque ellos, habitualmente, no perdonan). Cuando terminen de leer el capítulo sobre Dios me dirán, ¿y? Nunca mejor dicho, Dios sabrá. No me queda, ahora, más que citar a mi querido Woody Allen: “…le pregunté al rabino el sentido de la existencia………… El rabino me dijo el sentido de la existencia…… Pero me lo dijo en hebreo………. Yo no sé hebreo” (Zelig). Por eso digo: sigo estando de acuerdo con Santo Tomás en su pregunta (utrum Deus sit) y en su respuesta, pregunta que era posterior a otra (utrum Deum esse sit demostrabile), que no era ninguna conversación con ningún agnóstico. Pero, ¿de qué estoy hablando? ¡Pues no sé! ¿Cómo voy a saberlo, si estoy hablando de Dios?
Perdón. Si, perdón en serio. Aquí hay que pensar. Y a fondo. Está comprometida la raíz de nuestra existencia, el sentido de la vida. No queda más que la fortaleza del humor, no queda más que cierto (aliquo modo) silencio.
Pero este silencio es para tí, estimado lector. Por eso, espero haber escrito… Algo altruista, a pesar de mí.
De regalo, un capítulo para los lectores de Faro Argentino
Decidamos libremente si somos libres
(dicho esto con humor)
Ante todo, observen que he realzado ciertos «luego» que nos pueden ayudar, en primer lugar, a comprender la forma de razonar de algunas filosofías, pero, además, a destrabar algo de la maleza filosófica que nos envuelve.
Vayamos al primer caso. Hay espíritu, no hay materia, luego ¿hay libre albedrío? No necesariamente: hay espiritualismos deterministas como los vistos en e) y f). Segundo. Hay solo materia, luego ¿no hay libre albedrío? Aquí se podría decir que la inferencia es casi correcta, excepto tomemos el sutil camino de la posición d).Tercero, existe Dios, luego ¿no hay libre albedrío? No necesariamente, si la posición h) es correcta.
Cuarto, hay condicionamientos. Luego ¿el libre albedrío es dudoso? No necesariamente, todo depende de qué se entiende por «condicionamientos». Las condiciones humanas de la existencia, ¿hacen al libre albedrío inexistente o sencillamente humano?
El libre albedrío tiene una forma muy sutil de encararse, como dijimos, en Karl Popper. Su argumentación es sencilla. Si argumentamos a favor o en contra del libre albedrío, ¿no indica eso que somos internamente libres? ¿No presupone ello que estamos dialogando
con un ser humano que piensa, que considera las razones, a favor o en contra, y luego «decide»? Si estuviéramos absolutamente determinados por las fuerzas físico-químicas de la sinapsis cerebral, ¿qué sentido tendría todo ello? Si quien escribe estas líneas estuviera necesariamente determinado a escribirlas, y quien las lee estuviera necesariamente determinado a leerlas y a pensar tal o cual cosa, ¿qué sentido tendría el diálogo, la consideración crítica de argumentos? Pero es así que sabemos en nuestro interior que estamos argumentando, que podemos detenernos a pensar. Luego…
¿El viejo camino cartesiano? ¿Pienso, luego soy libre? Tal vez. No en vano Popper cita a Descartes y a San Agustín. Pero lo curioso es que también tiene esto algo de parecido con la argumentación de Santo Tomás, quien se refería al libre albedrío como el «libre juicio de
la razón». Su argumentación giraba más o menos en estos términos. Supongamos (el ejemplo es mío) que quiero aprobar a alguien en un examen cuyos resultados, según mis propios criterios, están por debajo de la nota de aprobación. Tengo razones para desaprobarlo, desde luego, pero también razones para «eximirlo». A favor de una y
otra acción existe una serie de argumentaciones, ninguna de las cuales es determinante. Ello se debe, a su vez, a que en la realidad ambas opciones son buenas. Esto es, tengo delante dos «bienes» (aprobar, desaprobar), ninguno de los cuales determina necesariamente mi voluntad. Pero Santo Tomás generaliza: ningún bien «de este mundo» determina necesariamente la voluntad. La voluntad es querer el bien; «el» bien no puede ser ninguno de este mundo, sino solo Dios. Curioso. El Dios que en otras filosofías es una razón para negar el libre albedrío, aquí aparece para afirmarlo. En el siglo XX, un agnóstico podría decir: ningún bien determina totalmente mi voluntad, excepto, ex hipótesis, el bien total, «que no sé si existe».
¿Y los condicionamientos? Veamos. Soy humano. Eso lo dice todo. Por ende, puedo sentir una enorme pasión que me mueva a aprobar el examen, pero ello no niega los argumentos que tengo para no hacerlo. ¿Y si me puse voluntariamente en situación de que mis sentimientos y pasiones nublen mi razón? Bien, el caso es que me puse voluntariamente. ¿Y si hubiera desayunado con tres litros de whisky, sería libre? Por supuesto que no, pero ¿estaba necesariamente determinado a desayunarme con tres litros de whisky? Bueno, es
que tal vez, alguien pueda decir, toda mi historia social y personal así lo determinaban. Pero ello presupone ya que no hubo nunca opciones tomadas con un mínimo de deliberación en toda esa historia personal.
¿Y si fuera una opción entre algo bueno y algo decididamente malo? ¿Si la opción fuera asesinar o no asesinar al alumno? (Bueno, algún profesor puede tener un muy mal día…). Allí no se puede decir que tengo razones para una cosa o razones para otra. No, evidentemente, no. Pero, de todos modos, la opción de asesinar, decididamente mala, no determina totalmente mi voluntad. Sin embargo, si tuviera ese terrible día y terminara preso, el abogado defensor y el fiscal me preguntarían «por qué lo hice». Y en ese caso alegaría yo algunas razones para haberlo hecho. En esas razones descubriríamos algo dicho por Santo Tomás varios siglos atrás: toda acción mala se comete «bajo algún aspecto de bien»; bien que, sin embargo –y aquí la argumentación vuelve– no determinaba totalmente mi voluntad. Y por eso fui responsable.
Creo que la filosofía tiene buenos argumentos para el libre albedrío, aunque hemos nombrado una palabra densa: responsabilidad. La filosofía no puede determinar a priori el grado de responsabilidad de una persona en un momento concreto, hasta qué punto su conducta estuvo tan condicionada por factores inculpables desde el punto de vista de su historia personal. Allí es donde la filosofía deja el camino abierto a la religión, al perdón, a la misericordia. Pero se puede hacer eso solo cuando de algún modo nos hemos convencido de que en nuestras acciones hay un «plus», algo más que una máquina biológica o un tigre corriendo instintivamente a una gacela.
Y ello tiene que ver necesariamente con el tema del capítulo siguiente.
El libro Filosofía de Gabriel Zanotti se puede conseguir en: