Por “manifiesto” (del latín manus, “mano” y festus, “agresivo”) usualmente se entiende un documento que expresa un posicionamiento claro y puntual sobre un asunto público por parte de una persona, un grupo de ellas o una institución que son públicamente reconocidos. Por “intelectual” entendemos aquella persona que interviene en el debate público valiéndose mayormente de sus ideas o de su conocimiento de aquellos asuntos sobre los que se pronuncia.
A partir de estas precisiones podemos delimitar cada categoría: no es un manifiesto el texto que no contiene una toma de posición clara e inequívoca; no son intelectuales aquellos profesionales que trabajan con su intelecto, como los académicos, los escritores, los artistas y los investigadores, pero no tienen presencia reconocida en el debate público. Estas aclaraciones son necesarias porque la reciente controversia entre textos suscritos por militantes del campo académico, científico y artístico alineados con el oficialismo podría no darse en el plano de la discusión entre intelectuales propiamente dichos. Podrían no ser, tampoco, manifiestos.

La lista de firmantes que acompaña a la carta del albertismo está compuesta mayoritariamente por personas sin presencia conocida en el debate público. La carta del cristinismo, por el contrario, es apoyada por un rejunte que en buena proporción difícilmente podría situarse en el campo intelectual,
Por un lado, la larga lista de firmantes que acompaña a la carta del albertismo está compuesta mayoritariamente por personas sin presencia conocida en el debate público. Por el otro, su argumentación dista de ser clara y contundente. La carta del cristinismo, por el contrario, es apoyada por un rejunte que en buena proporción difícilmente podría situarse en el campo intelectual, aunque cumple en apenas mayor medida con la preceptiva del manifiesto. Empecemos por el principio.
Lo que es común
Las similitudes entre los textos son más notorias de lo que pareciera a primera vista, por situarse en oposición mutua. En primer lugar, ambos muestran un posicionamiento a la defensiva, son reactivos: se trata de dos colectivos enfrentados a una doble amenaza. Por un lado, una entidad ominosa que es caracterizada según diferentes categorías, como ya veremos, como un enemigo absoluto. Por otro lado, un contradictor interno que estaría colaborando -en principio involuntariamente, aunque no queda del todo claro- con el enemigo absoluto. Ese enemigo relativo es, precisamente, el que firma la carta rival, en la que se plasma la expresión articulada de sus razones para la defección.
La discusión se da dentro de un cuadrilátero ideológico formado por los siguientes conceptos: unidad, debate, moderación, posibilismo. Sólo parece haber acuerdo en la necesidad de fundar la unidad del propio sector sobre un imprescindible debate, que como manda la preceptiva, es cubierto de buenos auspicios y retórica laudatoria. Este es un lugar común propio de cenáculos intelectuales. En el plano político, la unidad usualmente supone disciplinamiento y subordinación. La exaltación del debate oculta en este caso la falta de unidad política. Sobre los otros conceptos, las disidencias son claras.

Son comunes las señas de identidad que caracterizan a los populismos, en versión académica o no: las referencias rituales a los líderes. Manifestaciones de afecto y devoción a Cristina Fernández y extractos del profundo y desarrollado pensamiento político de Néstor Kirchner.
Ambos textos apelan a la narrativa canónica del kirchnerismo para conectar con ese patrimonio que asumen como propio. Los albertistas añoran “las experiencias nacionales de radicalización” (algo sobre lo que James Petras y Frank Veltmeyer realizaron distinciones fundamentales), los “momentos épicos” y la supuesta integración regional de América del Sur de principios de siglo. Los cristinistas, por su parte, se recrean en la situación de prosperidad económica y las cuentas ordenadas que dejó el gobierno de Cristina Fernández. Todo, como se advierte, bastante discutible, bastante lejano de cualquier aproximación crítica e intelectualmente honesta.
Finalmente, son comunes las señas de identidad que caracterizan a los populismos, en versión académica o no: las referencias rituales a los líderes. Manifestaciones de afecto y devoción a Cristina Fernández y extractos del profundo y desarrollado pensamiento político de Néstor Kirchner. Vamos a las diferencias.
Los albertistas
La primera carta provino de las filas de quienes observan con preocupación las tensiones y desinteligencias entre el gobierno formal, encabezado por el presidente Alberto Fernández, y la dueña actual de la franquicia gubernamental, la vicepresidente Cristina Fernández, con ocasión de la aprobación parlamentaria del nuevo acuerdo (léase nuevo endeudamiento) con el Fondo Monetario Internacional.
Con una composición fuertemente corporativa -predominio de académicos e investigadores de los organismos de ciencia y técnica, aunque liderados por los referentes más caracterizados del parnaso kirchnerista: ex integrantes de Carta Abierta, Grupo Fragata y otros cenáculos- los albertistas llaman a la moderación y la racionalidad a los sectores oficialistas que se negaron a acompañar el nuevo acuerdo del Gobierno con el FMI. Sus argumentos para apoyar tal orientación política son dos: por un lado, ya no son tiempos de radicalización; por el otro existe un enemigo al acecho, listo para revertir los logros del gobierno nacional y popular, armado con la lógica implacable y excluyente del neoliberalismo.

Parte de la alienación de la élite intelectual argentina es no entender que la apelación a la distinción izquierda-derecha (que para la mayoría de los argentinos es desconocida) como descriptores políticos autoevidentes la confina a una discusión irremediablemente elitista.
El primer argumento remite a la inestabilidad política que se verifica tanto en América Latina como en otras partes del mundo, donde las fuerzas populares se alternan en el poder con las neoliberales. Nadie puede salir de esa dinámica pendular, fracasando en la consolidación de sus respectivos proyectos tanto unos como otros. En ese juego de extremos, los intelectuales albertistas apuestan por la moderación, como forma de contrarrestar tal dinámica. La conclusión práctica es realmente curiosa y desafía cualquier razonamiento político ¿cuál sería la estabilidad resultante de la moderación de sólo uno de los proyectos en pugna? ¿No equivaldría prácticamente a una derrota en toda la línea, una claudicación? Los cristinistas, provistos de un superior sentido de la ecuación de fuerzas, no dejan de advertir la contradicción. Igual, el albertismo no pierde las esperanzas, aunque no ofrece muchas razones para ello: “hay que dar pasos firmes y concretos sabiendo que vendrá más adelante una nueva oleada, más profunda si somos capaces de no desperdiciar lo que ahora estamos sosteniendo, con grandes dificultades.”
El segundo argumento es la naturaleza del enemigo: la derecha, la ultraderecha (como si esta entidad no estuviera comprendida en la derecha) y el neoliberalismo (que al parecer es una cosa diferente). Parte de la alienación de la élite intelectual argentina es no entender que la apelación a la distinción izquierda-derecha (que para la mayoría de los argentinos es desconocida) como descriptores políticos autoevidentes la confina a una discusión irremediablemente elitista.
Más curioso es que mientras que en la identidad del enemigo domina la caracterización “de derecha”, el sector propio se define como amplio espectro progresista, campo popular y de las izquierdas. Hay una presencia vergonzante, subordinada, de la identidad de izquierda, algo que parece necesario mencionar porque no hay más remedio. Razonable, por otra parte, en un contexto de referencias esencialmente dominadas por el peronismo, que como se sabe, no se sitúa ni a un lado ni al otro del espectro bipolar. Es esta vacilación, tan contrahecha si se la mira desde la génesis histórica de la izquierda como identidad política contemporánea (es la izquierda la que emerge como identidad fuerte; la derecha se configura como tal por defecto) revela el carácter defensivo, reactivo de la carta de los albertistas. El campo popular, el progresismo, la izquierda o como le quieran llamar no está en posesión de la iniciativa política.
De ahí el llamado a la unidad del sector propio y una velada referencia a negociar o aceptar la cooperación de las partes más condescendientes de la oposición. Aciertan los cristinistas al reprocharles que en su texto no mencionen a Macri, a Juntos por el Cambio o al sistema financiero (whatever that means) y definan al enemigo con vagos rótulos ideológicos. El terror que los atenaza es el de la fragmentación política y con eso una irremediable derrota en las elecciones de 2023.
Vale la pena detenerse en el reclamo y en los paralelos históricos. Parece una versión millennial y deconstruida de la política de los Frentes Populares que la URSS impulsara en 1935 a través de los partidos comunistas de todo el mundo para frenar el surgimiento del fascismo. Consistía en un llamado a la unidad de todos los partidos de la democracia burguesa para formar frentes electorales contra los partidos fascistas o con características parecidas.

Los intelectuales albertistas, en cambio, son moderados llamando a la moderación a los más radicalizados. ¿Por qué serían sensibles a ese reclamo?
La diferencia fundamental es que no cuentan ni con el poderoso camarada Stalin, ni con esa formidable maquinaria de coordinación política que fue el Komintern, ni siquiera con el astuto camarada Dimitrov, encargado de los lineamientos generales del proyecto. Esa diferencia es crítica, como se puede ver. Quienes convocaron a los Frentes Populares eran los comunistas, que todavía se mantenían en la semiclandestinidad y la agitación revolucionaria, y cuya su participación electoral era muy reciente. La autoridad que residía en ellos -su relativo éxito- era que siendo los más radicalizados del espectro político, convocaban a una política de moderación y unidad. Los intelectuales albertistas, en cambio, son moderados llamando a la moderación a los más radicalizados. ¿Por qué serían sensibles a ese reclamo?
Dicha moderación permea el propio posicionamiento del grupo, que está lejos tanto de definir con precisión tanto el enemigo externo y el oponente interno como la causa puntual que los motiva. El corolario práctico de este texto vago y pretencioso debió ser el siguiente: ¡dejen que el Gobierno arregle con el FMI, que al menos es un invento keynesiano, porque de lo contrario vienen los neoliberales y vuelve la derecha! Sin embargo, todo son elipsis y circunloquios. El manifiesto es cualquier cosa menos manifiesto. ¿Qué sentido tiene firmar un texto sibilino, que no se resuelve en una toma de posición concreta, inequívoca, evidente?
Los cristinistas
En disputa directa por el discurso dominante del kirchnerismo alzaron la voz los intelectuales cristinistas de observancia estricta. El texto tiene más ínfulas teóricas que el anterior (parece responder a un efecto de compensación, quizá por la composición menos lucida en términos intelectuales) pero parece haber sido escrito por alguien poco familiarizado con el lenguaje filosófico. Es lo que se advierte sobre la larga y repetitiva perorata de la unidad con que inicia: lo que la explica y la justifica “está fuera de ella”, es un “exterior constitutivo”. ¿Cómo va a estar fuera de ella si la constituye como tal? Parece una crítica un poco torpe al concepto inmanente de unidad de los albertistas (que tampoco es acertada). Explican que el sentido de la unidad está habilitada por la “memoria histórica”. Parecen una sociedad de historiadores, no un sector político.

Los cristinistas acusan al gobierno de Alberto Fernández de “bajar la intensidad de la política”, de generar expectativas y defraudarlas acto seguido. Moderación es sinónimo de impotencia.
Los cristinistas acusan al gobierno de Alberto Fernández de “bajar la intensidad de la política”, de generar expectativas y defraudarlas acto seguido. Moderación es sinónimo de impotencia. Los intelectuales que lo apoyan, por su parte, critican a los partidarios de la vicepresidente con los mismos términos de impugnación que emplea Juntos por el Cambio: irracional y extrema. Los que llaman a la unidad de la moderación son, esencialmente, traidores.
Esa moderación timorata, que ya denunciaron en la renuencia del albertismo a llamar al enemigo por su nombre -es decir, Macri: los cristinistas practican un rotundo ahperomacrismo que parece ser reflejo invertido de su militancia verticalista- se inicia en la actitud reacia a “describir con nitidez las ruinas que dejó el experimento neoliberal” al principio del actual gobierno. Es exactamente la crítica que muchos sectores de Juntos por el Cambio le hicieron al propio Macri en su momento: no haber dado un panorama completo y detallado de la herencia recibida.
Los cristinistas desesperan por diferenciarse del proyecto de Macri, pero con sus mismos argumentos. Y por eso intentan desmarcarse de la dialéctica moderación o “intensidad” (evitan la palabra radicalización): “el problema es de orientación de las políticas”. No obstante, esas políticas comparecen en el mismo grado que en el texto rival: no están. Se habla en algún momento del ajuste asociado a los lineamientos del FMI, se expresa (¿cuándo no? la necesidad de un debate a fondo) pero nunca se baja al llano, haciendo explícito el rechazo al acuerdo.
Los cristinistas reprochan a los albertistas tener un concepto de “correlación de fuerzas” estático y no dinámico, que no contempla “políticas públicas rupturistas” que contribuyan relaciones más justas y sustentables -y cabe suponer- sumando eventualmente sectores sociales al proyecto. Tampoco pierden las esperanzas: es el caso de Néstor Kirchner, que asumiendo la presidencia con poco más del 20 % de los votos se convirtió en una fuerza incontrastable (las condiciones generales, según parece, no estarían contribuyendo a tan prodigiosa hazaña). La idea albertista de la correlación de fuerzas negativas conduce directo a la búsqueda de consensos con la derecha, basados en una moderación compartida. Una estrategia peligrosa ante las desmesuras políticas en las que incurren los enemigos de los gobiernos de carácter nacional-popular de toda la región. No queda otro camino que responder con una desmesura proporcionada.
Convergencia sobre lo fundamental
Debemos a Max Weber, padre indiscutido de la ciencia social contemporánea, el par de categorías más célebre y recurrida para explicar los criterios de comportamiento moral: ética de la responsabilidad y ética de la convicción. Según Weber adoptamos una conducta específica recurriendo o bien a la idea de que somos responsables por nuestros actos en determinadas circunstancias y contextos, o bien a principios o ideales que juzgamos como imperativos. Este esquema de decisión moral se aplica frecuentemente a las conductas políticas: ¿preferimos la opción que realiza o representa puntualmente nuestras convicciones, independientemente de las chances reales que tiene de prevalecer (ética de la convicción), o nos inclinamos por aquella que sólo nos representa parcialmente, pero tiene más posibilidades de imponerse a las alternativas que nos generan mayor rechazo (ética de la responsabilidad)? Cristinistas y albertistas parecen alinearse según estas categorías.

Se trata de elites intelectuales dependientes tanto de las instituciones académicas y científicas del Estado como de contratos con el sector público y la pauta gubernamental.
Sin embargo, no resulta tan sencillo. No si se advierten las poderosas razones corporativas que subyacen a la disputa. Se trata de elites intelectuales dependientes tanto de las instituciones académicas y científicas del Estado como de contratos con el sector público y la pauta gubernamental. Unos -los más institucionalizados- asumen que los intereses corporativos están mejor protegidos bajo una política de moderación. Otros -más ideologizados, con una institucionalización algo más débil- entienden que la radicalización es la mejor forma de ponerlos a cubierto. Las objetivaciones y los distanciamientos críticos han sido depuestos, tanto en uno como en otro bando. “Cuando en el año 2019 la compañera Cristina ideó y convocó a la construcción de un Frente de Todos como herramienta electoral para derrotar al más crudo neoliberalismo, se dirigió a todas las fuerzas del campo popular. La razón de ser de ese Frente de Todos no era, claramente, sólo derrotar al macrismo sino reponer e incrementar las políticas de derechos e inclusión de los 12 años de gobiernos populares movilizando al pueblo y nunca moderando sus demandas o “mandando a desensillar hasta que aclare”.”

Los intelectuales K eligen no reconocer las motivaciones urgentes de Cristina Fernández, todas de naturaleza judicial, al decidir presentarse a elecciones; deciden ignorar la estructura deliberadamente despotenciada, loteada y fragmentada que ideó para la composición del gobierno; disimulan que el Frente de Todos no reúne “las fuerzas del campo popular”, sino que es una cooperativa de intereses corporativos que tienen por objeto la depredación de los recursos públicos y el copamiento del Estado.
Los intelectuales K eligen no reconocer las motivaciones urgentes e inmediatas de Cristina Fernández, todas de naturaleza judicial, al decidir presentarse a elecciones; no reparan en la artimaña electoral a la que debió recurrir para mejorar sus chances de triunfo, desdoblando poder de gobierno y vulnerando de facto el principio elemental de la legitimidad democrática; deciden ignorar la estructura deliberadamente despotenciada, loteada y fragmentada que ideó para la composición del gobierno; disimulan que el Frente de Todos no reúne “las fuerzas del campo popular”, sino que es una cooperativa de intereses corporativos que tienen por objeto la depredación de los recursos públicos y el copamiento del Estado.
Los intelectuales K, albertistas y cristinistas, son unos pajes que advierten que el Emperador va desnudo y tratan de interponerse entre su figura y las miradas del pueblo para disimular lo evidente. Esos solícitos cortesanos saben que su suerte está atada a la continuidad de su reinado. La crisis argentina es una crisis de la inteligencia.