Cuenta Platón, o mejor dicho Glaucón – su hermano – en la República, la historia de Giges, pastor rústico si los hubo en Lidia que, en circunstancias algo extrañas, encontró dentro de un caballo de bronce un cadáver completamente desnudo si no fuese por un anillo de oro en uno de sus dedos. Giges, sin preguntarse demasiado de como llegó el nudista occiso a yacer dentro de un caballo metálico – ni preguntarse demasiado de nada-, como rústico que era, se llevó el anillo y se fue a hacer sus rústicas cosas como si nada. Y esto que digo no es caprichoso ni una muestra de algún tipo de animadversión para con los pobres pastores, no. Lo digo siguiendo a la Musas del Helicón que, al encontrarse con otro pastor famoso de la Grecia que leemos en los tomos de Gredos, Hesíodo, lo llamó hombre-vientre y rústico pastor. No se preocupe lector que la inspiración de las Musas pagó bien al salvaje guardián de ganado y lo hizo un Poeta, pero esa es otra historia.

Glaucón narra la historia de Giges para usarla de ejemplo de como los hombres, si son impunes, invisibles, son crueles y criminales, injustos y egoístas
Dejé a Giges con el extraño anillo de oro haciendo sus cosas de pastor griego (helenizado en realidad porque Lidia queda en la actual Turquía, donde nacieron las ciudades griegas, pero esa, también, es otra historia); juntándose con sus amigos pastores y yendo a rendirle cuentas al Rey acerca del estado del ganado. En plena conversación nota que al ponerse el anillo los demás dejan de notar su presencia, desaparece de su vista. Giges se hace invisible.
El relato pasa a describir los sucesos inmediatamente posteriores al descubrimiento del poder del anillo y a cómo lo utiliza para seducir a la reina, asesinar al rey y tomar su lugar en el trono Lidio. A los bifes, rústico.
Glaucón narra la historia de Giges para usarla de ejemplo de como los hombres, si son impunes, invisibles, son crueles y criminales, injustos y egoístas. Residiendo entonces esa maldad en el ser humano en sí mismo, siendo el anillo – y la invisibilidad que proporciona -, un simple medio para desatar las tropelías del pastor que deviene en rey por medio del crimen.
Más de 2100 años después, en sus inacabadas Reflexiones del Caminante Solitario, Jean-Jacques Rousseu se pregunta qué haría él si tuviese el anillo del pastor Lidio y, mal que le pese a un admirado profesor que tuve, gran conocedor y estudioso de la obra del suizo Juan Jacobo, lo que se le ocurre es el germen mismo del progresismo bienpensante. Pero mejor que lo diga Rousseau así no quedan dudas,
“Dueño de satisfacer mis deseos, pudiéndolo todo sin poder ser engañado por nadie, ¿qué habría podido desear con cierta prosecución? Una sola cosa: la de ver todos los corazones contentos. El aspecto de la felicidad pública hubiera podido por sí solo conmover mi corazón con un sentimiento permanente, y el ardiente deseo de concurrir a ella habría sido mi más constante pasión. Siempre justo sin parcialidad y siempre bueno sin debilidad, me habría preservado asimismo de las desconfianzas ciegas y de los odios implacables; porque viendo a los hombres tal cual son y leyendo tranquilamente en el fondo de sus corazones, habría encontrado pocos lo bastante amables como para merecer todo mis afectos, pocos lo bastante odiosos como para merecer todo mi odio, y su misma maldad me habría predispuesto a compadecerlos por el conocimiento certero del mal que se hacen a ellos mismos al querer hacérselo a otro. Puede que en momentos de alegría hubiera cometido la niñería de operar algunos prodigios: pero perfectamente desinteresados para mí mismo, y no teniendo por ley más que mis inclinaciones naturales, por unos cuantos actos de justicia severa, habría hecho milagros más sabios y más útiles que los de la leyenda dorada y los de la tumba de Saint- Médard”.
¡Tomá mate! Además de no dejar dudas de que la humildad no era su fuerte, está clarísimo que el autor del Contrato Social no leyó a Ludwig Mises (no hubiese podido, por obvios motivos temporales) y que eso de andar digitándolo todo desde un órgano central, la planificación, digámoslo con todas las palabras que son en realidad una sola, el socialismo, es, además de inmoral, imposible.

Eso de andar digitándolo todo desde un órgano central, la planificación, digámoslo con todas las palabras que son en realidad una sola, el socialismo, es, además de inmoral, imposible.
Por suerte (para él y para sus hipotéticos gobernados), reconoce que mejor sería tirar el anillo antes de cometer algún disparate, salvándose de que yo diga en estas líneas que Rosseau es el verdadero padre del totalitarismo moderno (que es).
Es muy posible que, a esta altura, después de 750 palabras, al lector le haya venido a la mente el Anillo Único de la Magna Obra de J.R.R Tolkien, El Señor de los Anillos y eso estaría bien, porque en Tolkien el anillo no es sólo un medio para el ejercicio del mal, la sortija tolkieniana es intrínsecamente maligna y tiene el poder de torcer a su portador, de envilecerlo. El Anillo Único, aquel que lleva forjada la leyenda de “un anillo para gobernarlos a todos, un anillo para encontrarlos, un anillo para juntarlos a todos, y en las tinieblas atarlos”, es corruptor, como el poder que corrompe y que, si es absoluto, corrompe absolutamente, como decía Lord Acton.
En Tolkien, entonces, el anillo cobra vida propia y, podría decirse, también manifiesta una suerte de voluntad que combate con la de quien lo porte en la búsqueda de volver a su origen, a Sauron, su forjador, el Señor Oscuro de Mordor y volver a ser uno con él.
El eje de la novela es el anillo y la comunidad que, conducida por un débil hobbit, sobrino del legendario Bilbo, el joven Frodo – que en realidad tiene 50 años -, debe llevarlo hasta el Monte del Fuego Resplandeciente, el volcán Orodruin, y destruirlo arrojándolo dentro. Destruir el objeto que otorga invisibilidad, velocidad, capacidad de ver más que el resto, de dominar y de reinar sobre todos. Una bicoca.
Frente al anillo de poder, los diferentes personajes de la novela actúan de forma diferente. Gandalf, conocedor de su poder, en las antípodas de Rousseau, lo rechaza y le teme. Bilbo, el más intrépido de los hobbits, muestra una relación ambivalente porque, aunque entiende su peligrosidad, extraña su tacto, sentirlo, usarlo. Frodo, su portador final, construye un vínculo profundo con la sortija, porque la odia, la respeta, la ama y le teme, la utiliza y es utilizado por ella. Frodo coquetea durante los seis libros con el anillo, con el poder, ganándole y perdiendo contra él. Frodo cambia, y no siempre para bien, gracias al anillo que, en múltiples oportunidades, pone en su dedo, haciéndose así invisible para todos menos para el Señor Oscuro. El poder corrompe y Frodo lo aprende sobre la marcha.
Entre los múltiples habitantes de la Tierra Media, hay uno – spoiler alert, lo recortaron en la película – al que el anillo parece no afectarle en absoluto, sobre el cual el objeto ninguna influencia ejerce; Tom Bombadil. Bombadil, que en élfico significaría – según Tolkien- algo así como “el más viejo, el que no tiene padre”, es inmune al poder oscuro, pero es, también, bastante desordenado, despreocupado, colgado, diríamos hoy. Tom, entonces, cual Melquisedec bíblico, sin genealogía, aparece y se va, no leemos más sobre él luego de su intervención al comienzo del libro. Bombadil, inmune al anillo, es, al mismo tiempo, una opción imposible para trasladarlo hasta su fuego final. Al poder no se lo combate desde el cómodo sillón de tu casa, al poder se lo ejerce y se le teme, se lo sufre y se lo limita. El precio de la libertad, parece ser para Tolkien, como para Jefferson, su eterna vigilancia.
El anillo es destruido, quienes hayan leído el libro o visto la película, saben que así fue y saben también – sino se los voy contando – que en los dramáticos últimos metros hasta la boca del volcán, Frodo sucumbe ante su poder. Frodo se corrompe. Sam Gamyi, su fiel Sancho Panza, nada puede hacer, desfalleciendo ante la imagen de su Señor Frodo entregado al Anillo Único luego de tanto sufrimiento, de tanto esfuerzo, de combatir contra los epifenómenos del mal.
Todo parece haber sido en vano, pero es la corrupción absoluta – ¿se acuerdan de Lord Acton? – la que produce el desenlace final. El pequeño Smeagol, otrora un Hobbit, poseedor por años del anillo que lo convirtió en un ser despreciable, el monstruoso Gollum, persiguió a los dos Hobbits hasta la Montaña y, en el momento en que Frodo se calza la sortija entregándose así a ella, al poder, lo ataca para recuperar su preciado tesoro, cayendo a la boca del volcán y destruyéndose así, definitivamente, el Anillo Terrible y con él, Sauron, el Señor Oscuro, el mal encarnado.

Sin el esfuerzo inconmensurable de miles – y su sufrimiento – Sauron hubiese recuperado su joya, pero fue necesaria, también, la intervención de aquel que el anillo corrompió absolutamente para que caiga, en su torpeza, al fuego.
Sin los esfuerzos de hobbits, elfos, enanos, hombres, magos, ents, y otros tantos, la destrucción del anillo no hubiese sido posible. Sin el esfuerzo inconmensurable de miles – y su sufrimiento – Sauron hubiese recuperado su joya, pero fue necesaria, también, la intervención de aquel que el anillo corrompió absolutamente para que caiga, en su torpeza, al fuego.
Nada conocemos de las peripecias de Giges luego de tomar el poder en su Lidia natal. Tampoco sabemos a ciencia cierta qué hubiese sucedido si las peregrinas ideas de Rousseau, portando el anillo, se hubiesen hecho realidad en alguna sociedad cualquiera (o quizás si, pero eso, también, es otra historia). Pero si sabemos, gracias a Tolkien que, aún en la hora más oscura, la sortija es destruida. Quizás Gollum tenga que terminar de corromperse definitivamente y así, aún sin quererlo, librarnos del Anillo.