Antes de ayer andaba yo, muy orondo, intentando escribir un artículo sobre cómo es eso del reestablecimiento del tejido social a posteriori del abandono o negación de las funciones del senior en una sociedad que describe el economista y filósofo político francés Bertrand de Jouvenel en las últimas páginas de su libro “Sobre el Poder”.

El poder es la capacidad de hacer que los demás hagan aquello que les indique el que lo detenta…y acá entra el intelectual con toda su batería de servicios pues, a diferencia de los dos anteriores, el Poder requiere de legitimación
En el medio de la faena me acordé de esa mentira con nombre bonito que otro francés, François Furet, inventó para justificar la criminal asistencia que los intelectuales de Europa occidental dieron al aparato de propaganda soviético, el «El Embrujo de Octubre» y que podría resumirse en algo así como: «la economía de postguerra fue un desastre, nosotros éramos jóvenes e idealistas, el anhelo de que la revolución rusa sea una nueva revolución francesa nos obnubiló y, además, odiábamos mucho a la burguesía». Con eso Furet ensayó una falsa y cínica autocrítica que termina en algo así como un «bueno, ya está, ahora que todo quedó en el pasado, y que fue solamente ilusorio el entusiasmo que sentimos, pasemos la página y sigamos publicando cosas y recibiendo becas».
Hay que decirlo, el tipo se salió con la suya porque, aunque él y sus amigos por décadas, se dedicaron a sostener el aparato de propaganda de un régimen que se llevó a la tumba a millones de personas, siguieron como si nada, con sus caras de intelectuales, haciendo cosas de intelectuales y, naturalmente, cobrando por ello.
Luego, y quizás porque soy medio diletante o porque lo de Furet me llevó por otros caminos, me puse a pensar en otro texto del primer francés, ese al que llamé economista y filósofo político, en el que, en resumidísimas cuentas, se afirma que los intelectuales tienen un problemita irresuelto con el capitalismo y que ese problemita se potencía aún más ahora, cuando el sistema de acumulación de capital y de cooperación social al que llamamos mercado más hace por los desposeídos siendo que, curiosamente, fueron -los intelectuales- socios de los dueños del capital en el periodo anterior, mucho más brutal y menos cooperativo que el actual.
La cosa, me parece, se explica en términos de mercado. El intelectual, en tanto que oferente de un servicio, tiene, a grosso modo, tres potenciales clientes: Primeramente, los individuos que, por goce, diversión, afán de cultivarse o lo que fuese, deciden consumir los servicios del intelectual (sea este un profesor de filosofía, un cantante de tangos, la pitonisa de Delfos o un YouTuber que habla de animé japonés).
En segunda instancia otros oferentes en el mercado se configuran como potenciales clientes del intelectual pues contratan sus servicios para potenciar sus ventas (la mercadotecnia o publicidad).
El tercer potencial consumidor de los servicios del intelectual es aquel que detenta o pretende el Poder que no sólo consume sus servicios de publicidad – trocados ya en propaganda- sino que, además, se sirve de la intelligentsia para algo aún más importante: su propia legitimación.

La cosa se pone diferente cuando entra en juego el tercer tipo de «cliente»: el Poder. Y digo el Poder y no el Estado porque es el Poder (y no el Estado) el que consume los servicios del intelectual.
El consumidor más nuclear, el individuo, digamos un señor que se autopercibe como un experimentado jugador de truco, no necesita de quien lo legitime pues su condición de gran truquero es autodefinida y no requiere de validación por parte de terceros. Puede ser un as de la baraja o un completo tarado que ignora las reglas más básicas del juego, y, todavía, considerarse como un experimentado jugador de truco. Da igual. Lo que el intelectual le ofrece, como servicio, nada tiene que ver, al menos de manera directa, con lo que lo define. No lo necesita, solo lo disfruta.
En lo que hace al comerciante que ve en el intelectual y sus servicios un posible potenciador de ventas pasa algo parecido. No requiere de los servicios de la intelligentsia para seguir siendo un, digamos ahora, kiosquero en Burzaco. Será uno mejor o uno peor, venderá más o menos alfajores, pero lo seguirá siendo a menos que el mercado decida que debe abandonar el oficio no asignándole recursos y llevándolo a la quiebra. Su condición, entonces, tampoco depende de aquello que el intelectual puede proporcionarle, sino que esto es accesorio, secundario y meramente utilitario.
La cosa se pone diferente cuando entra en juego el tercer tipo de «cliente»: el Poder. Y digo el Poder y no el Estado porque es el Poder (y no el Estado) el que consume los servicios del intelectual.
Sigo citando franceses para definir eso del Poder que, en este articulito, es sinónimo de Soberano y que, según Jean Bodin, es aquel que decide ante el estado de excepción. El Poder, entonces, es decirle a alguien que haga algo y que eso suceda. Sin protocolo de por medio, sin normativa preexistente (o aún en contra de ella). El poder es la capacidad de hacer que los demás hagan aquello que les indique el que lo detenta…y acá entra el intelectual con toda su batería de servicios pues, a diferencia de los dos anteriores, el Poder requiere de legitimación.
La decisión, en tanto que ejercicio del poder, supone aceptación de terceros pues eso es lo que distingue a un señor de bicornio y uniforme blanco gritoneando en un loquero, de Napoleón Bonaparte, Emperador de los Franceses, dando ordenes de invadir Rusia en invierno a un ejército entero.

El Poder es el mejor y más solícito cliente del intelectual pues, naturalmente, es quien se sirve más y mejor de lo que aquel ofrece en el mercado
El intelectual despliega entonces sus argumentos, ideas, marcos teóricos y métodos de persuasión para lograr que una sociedad acepte que un niño, por ser hijo del anterior rey es su nuevo rey o que, por un intrincado sistema de sufragio, aquel que consigue más papeles con su nombre en una caja es Presidente o, digamos, ¿por qué no? Que el mismísimo Dios quiso que un señor de turbante mande lapidar a una mujer en Pakistán y que ello deba ser realizado cuanto antes.
El Poder es el mejor y más solícito cliente del intelectual pues, naturalmente, es quien se sirve más y mejor de lo que aquel ofrece en el mercado. Es lógico, entonces, que aquellos que viven del oficio sean generosos con sus mejores clientes, con los que deciden, con los poderosos.
Los intelectuales de moda en estos últimos 24 meses se dan en llamar infectólogos; unos sujetos especialistas en el tratamiento y diagnóstico de enfermedades infecciosas. Especialistas en aquello que le quita el sueño a las masas y que tanto preocupa a quienes detentan el Poder.
A no confundirse, el intelectual no gobierna ni ejerce el poder, no. Platón no tiranizó Siracusa revoleando copias de La República, fue Dionisio. Tampoco Furet mandó a los gulags a millones de rusos desde su cómoda Francia, ni fue una decisión de Pedro Cahn la que te encerró en un departamento de 35 metros cuadrados con tu suegra, dos perros y tres pibes, fue Alberto Fernández. Cahn, como nuevo intelectual de moda, ofreció sus servicios de persuasión, sus argumentos, la batería argumental de la que dispone, para legitimar al señor de bigote al que insistimos en llamar Presidente de la Nación y a sus acciones.
En las últimas líneas que le quedan a esto voy a aprovechar para comentarle al señor Cahn que las modas son modas y que por lo tanto mudan, cambian, pasan y que su oficio instrumental y más parecido a una técnica que a un arte – el de médico- volverá a ser lo que fue y que nosotros, historiadores, filósofos, sociólogos, actores, cantantes de cumbia, pitonisas y bailarines de tango llevamos miles de años en este difícil oficio de vender nuestros servicios al mercado y que sabemos que si el intelectual se aferra por demás al tirano, cuando su razón de ser única es la de ser el legitimador del Poder, es muy posible terminar como Platón arriba de un barco y por la fuerza con destino a la casita de los viejos en Atenas, o como Isaak Bábel, literato ruso que cantó loas a la revolución roja hasta que murió a tiro limpio por orden de Stalin.

A no confundirse, el intelectual no gobierna ni ejerce el poder
Solo es necesario que el Poder, otrora cliente predilecto, argumente que su caída en desgracia responde a la necesidad de «salvar la vida de la patria y mantener su libertad», que es la definición misma de aquello que Nicolás Maquiavelo llamó «razón de Estado«.
Cuidado con eso de la «razón de Estado», Pedro, porque Maquiavelo era como vos y como yo, un intelectual, que acuñó ese concepto porque así lo requería su cliente que no era ni más ni menos que el Poder que, como vos bien sabés, está solícito en vacunarte.