Economía

La redistribución vs las oportunidades de progreso

La redistribución sólo puede hacerse de una forma: quitando a unos para dar a otros, utilizando para ello la coerción estatal

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Imaginemos un grupo de náufragos que llegan, literalmente con lo puesto, a una isla desierta. Intentarán hacer lo necesario para sobrevivir. Unos lo harán por su cuenta, otros cooperarán entre sí. En algún momento, es seguro que descubrirán las ventajas del intercambio y de la división del trabajo: se irán especializando en ciertas tareas e intercambiarán unos bienes por otros. Así es como evolucionó la humanidad.

Los náufragos son diferentes entre sí: tienen distintos gustos, habilidades, ganas de trabajar/descansar; unos serán avaros, otros generosos, unos serán más ahorrativos que otros, etc.

Si todos los intercambios se hacen de manera voluntaria y con la idea de mejorar la propia posición, no tiene sentido criticar el enriquecimiento relativo de algunos. Si el proceso de intercambios es en sí mismo justo, su resultado, por simple lógica, también debe serlo.

Todos llegaron en las mismas condiciones a la misma isla. Sin embargo, los gustos y peculiares características de cada uno harán que, inevitablemente, a poco de empezar a convivir, sus situaciones relativas cambien. Por ejemplo, uno habrá construido una choza mejor y otro más será más hábil en fabricar ropa con las pieles de los animales del lugar. A su vez, esa mayor habilidad le permitirá hacer más intercambios, por lo que dispondrá, por caso, de más frutas y pescados que la mayoría.

La pregunta es obvia: ¿serían “justas” esas diferentes posiciones relativas? Evidentemente, sí. Todos los intercambios se hicieron de manera voluntaria. Y en un intercambio voluntario, ambas partes ganan, pues de lo contrario, no lo harían. Si todos los intercambios se hacen de manera voluntaria y con la idea de mejorar la propia posición, no tiene sentido criticar el enriquecimiento relativo de algunos. Si el proceso de intercambios es en sí mismo justo, su resultado, por simple lógica, también debe serlo.

Sé que en la realidad no todos empezamos desde cero, como los náufragos del ejemplo. Unos heredan fortunas y otros no. Unos nacen en familias que pueden pagar una buena educación y otros tienen que empezar a trabajar desde niños. Pero ninguna de esas particularidades anula lo esencial: ambas partes ganan en los intercambios voluntarios y sus resultados son, por lo tanto, justos.

No lo ven así los socialistas de todos los partidos. Para ellos, la disparidad en las posiciones relativas, sean de ingresos o patrimonios, son intrínsecamente injustas. Para corregirlo, inventaron la “redistribución”. Es decir, volver a distribuir (según el gusto arbitrario del socialista de turno) lo que el mercado libre ya había distribuido con justicia. El problema es múltiple.

La redistribución sólo puede hacerse de una forma: quitando a unos para dar a otros, utilizando para ello la coerción estatal (“me das lo que te digo o te multo y/o vas preso”). Si se comprendió lo dicho anteriormente sobre los intercambios voluntarios, la redistribución sólo puede hacerse quitando algo obtenido de forma legítima. Más fácil: la redistribución sólo se puede hacer robando a unos para dar a otros.

Quitar incentivos a la producción, equivale a disminuir los incentivos a la inversión. Y quitar incentivos a la inversión implica entorpecer la creación de empleo.

Los que más sufren ese robo tienden a ser aquellos que se enriquecieron por haber sido los más capaces para ofrecer a la sociedad los mejores bienes al mejor precio. Son los casos de Amancio Ortega (Zara), Marcos Galperín (MercadoLibre), Larry Page (Google) y tantos otros que mejoraron la vida de millones de personas humildes.

Si estamos de acuerdo en que la redistribución implica un robo, estaremos también de acuerdo en su carácter inmoral e injusto. Domicio Ulpiano, el jurista romano de origen fenicio, lo expresó con claridad extrema: lo justo es “dar a cada quien lo suyo”. La redistribución es exactamente lo contrario, pues consiste en dar a unos algo que es de otros (y que había sido obtenido legítimamente).

La redistribución implica debilitar el derecho de propiedad: cuanto más se “redistribuye”, menos se dispone de lo propio. De esa arbitrariedad se deriva que la redistribución quita incentivos a la producción (“¿para qué producir más si me lo quitarán?”). Quitar incentivos a la producción, equivale a disminuir los incentivos a la inversión. Y quitar incentivos a la inversión implica entorpecer la creación de empleo.

Un restaurante que tiene diez mesas, siempre necesitará el mismo número de mozos. Para aumentar la cantidad de mozos, antes debe aumentar el número de mesas. Eso muestra que la inversión es la clave para aumentar el empleo. Sin embargo, la redistribución actúa también como un “boomerang”, dañando las oportunidades de progreso de los menos favorecidos: hace que se creen menos puestos de trabajo (pues quita recursos a los que tienen capacidad para ahorrar/invertir) y, además, dificulta el aumento de los salarios de los que tienen trabajo.

Los salarios sólo pueden crecer de manera sostenida si, al mismo tiempo, crece la productividad (la cantidad producida por cada trabajador en una misma jornada de trabajo). La productividad sólo puede crecer si el trabajo humano es asistido por una mayor cantidad de capital (máquinas, herramientas, infraestructura, etc.). La cantidad de capital sólo puede aumentar si hay inversión. La redistribución al atacar la inversión, hace también más difícil que mejoren los salarios.

Si realmente queremos ayudar a los pobres a salir de esa situación, debemos oponernos a la redistribución y a todas las políticas paternalistas creadas por los socialistas de todos los partidos. En esencia, debemos maximizar los incentivos a la inversión productiva, reduciendo o eliminando impuestos, simplificando las regulaciones, ampliando la competencia y abriendo la economía. Si no, seguiremos redistribuyendo hasta igualar a todos en la pobreza, que es la única igualdad que puede garantizar el socialismo.

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