Política

La política como base de la felicidad

En la actualidad, la Argentina se encuentra en un profundo estado de tristeza, bordeando la melancolía: no quedan recursos ni siquiera para impostar la alegría efímera del regalo. No obstante eso, un ejército de mendigos se agolpa en las puertas del Estado. Hay de todo: marginados, clase media, burócratas, empresarios prebendarios. Nadie parece entender la necesidad de inyectar alegría en el torrente sanguíneo de la sociedad argentina.

¿Para qué sirve la política?

La pregunta parece algo tonta. Se puede pensar que se trata de un mero recurso retórico, porque la respuesta se da por descontada. Puede que no sea así, que la obviedad no sea tal. Los filósofos hacen esto todo el tiempo: de hecho, se dedican a preguntarse por lo que se da por supuesto.

La política es un tipo de actividad, y como tal, no tiene fin en sí misma. Lo que da sentido es el objeto al que se refiere. Este objeto es la polis, la ciudad, unidad política soberana del mundo de la Grecia clásica. Si la política es el conjunto de asuntos relativos a la ciudad, habrá que preguntar para qué sirve una ciudad. Para esto, Aristóteles tiene una respuesta que ha resultado insuperable: “surge por causa de las necesidades de la vida, pero ahora existe para vivir bien”.

Hay en el origen de la ciudad un concurso dado por la satisfacción de necesidades básicas pero su finalidad cambia: se perfecciona. ¿En qué consiste este “vivir bien”? Si es más que esas necesidades básicas, también deben estar incluidas las superiores: esas que se refieren al plano de las relaciones con los demás, de la inteligencia, de los afectos, de la realización personal. Es una forma de aludir a ese ideal de vida propiamente griego que es la virtud, entendida como equilibrio y plenitud a la vez.

Si tuviéramos que traducir a nuestras categorías ese ideal clásico, deberíamos apelar a un concepto que por efecto de la tradición se ha vuelto ajeno a la política, a pesar de que está expresamente mencionado en uno de los documentos fundamentales de la modernidad política, la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América: ese equilibrio, esa plenitud no es otra cosa que la felicidad. Nada menos. No existe sustituto eficaz para ese ideal humano a partir del cual pueda organizarse la política. Se ha calificado a la ética aristotélica como eudaimonística, es decir, felicitaria. Si su concepción política es continuidad de su concepción moral, esta condición se traslada a la primera.

Entonces ¿cómo se vincula la política, que tiene por fin la ciudad, con la felicidad, que es el fin de la ciudad?

Digámoslo de una vez: la política (y cuando digo la política estoy pensando en los políticos) debe ocuparse tanto de la felicidad de la ciudad como de la de los ciudadanos. Estas dos felicidades no son coincidentes, y tampoco la primera resulta de la mera acumulación de las segundas: podemos dejar esta discusión para otro momento.

Supongo que llegado a este punto, por razones que no es necesario detallar, muchos se sentirán fuertemente inclinados a dejar de leer estas líneas. Les pido un poco de paciencia, quizá encuentren interesante lo que sigue.

Tengo derecho a ser feliz

La anterior afirmación tiene sus problemas, que no son sencillos de comprender y menos aún de resolver. Acerquémonos a esta idea de felicidad: ¿en qué consiste? En primer lugar aclaremos que la felicidad, igual que la política, no es un estado, sino una actividad. Es algo que hacemos, y en la medida que lo hacemos se convierte en algo que somos. Pero ser feliz supone hacer algo. Podemos agregar una nota más, como aproximación al concepto: hacer algo que amamos. Si esto es así, ser feliz, o para decirlo propiamente, hacerse feliz, solo puede ser un proyecto personal: nadie puede ser feliz por nosotros.

Pero a la vez no podemos ser felices en soledad: es la lección que el Zorro le da al Principito. Necesitamos que nos ayuden a ser felices y consecuentemente ayudar a los otros a serlo. Si el hombre es un ser social, su equilibrio y su plenitud sólo se consigue en sociedad. Es lo que dice José Alfredo Jiménez en Cuando yo tenía tu edad:

Fíjate bien lo que dices, no me desprecies por nada

Vamos a hacernos felices, dame los besos del alma

Vente a vivir en mis brazos, yo te daré lo que quieras

Yo voy a hacerme pedazos, para que no te me mueras

Este carácter social -o para decirlo más propiamente, comunitario– de la felicidad se manifiesta de dos formas sucesivas y complementarias.

Primero: ser feliz es vivir de acuerdo consigo mismo, en armonía con los propios afectos, gustos, inclinaciones y convicciones, sin desdoblamientos ni conflictos desgarradores. Decía Ernst Jünger que la psicología había nacido en el s. XIX para aliviar el dolor de los conflictos de personalidad. Pero para vivir de acuerdo consigo mismo es preciso conocerse. El único método eficaz que tenemos para conocernos es el espejo de los otros. Sin ese reflejo, toda introspección es imposible.

Segundo: si la felicidad comporta necesariamente vínculos sociales, no solamente implica hacer lo que queremos, sino también lo que en virtud de esas relaciones se nos exige. Es feliz por tanto quien hace coincidir lo que ama con lo que debe hacer. Pero eso tiene aún otro giro: si amamos a los demás, la mayor felicidad a la que podemos aspirar es ayudarlos a ser felices.

Las partes de la felicidad

Y entonces la política ¿qué pinta en todo esto? La política consiste en organizar la vida entre los hombres. Es el mayor servicio que puede hacerse a un grupo social: darle un fin o propósito y los medios para conseguirlo. Puede ser una ciudad -como hemos venido viendo- pero también puede ser un imperio, una confederación o un Estado Moderno.

En este punto cabe hacer una aclaración fundamental. Tal como explica Carl Schmitt, es preciso liberar a la política de la prisión a la que la ha confinado el liberalismo: el Estado. La política también existe fuera del Estado, es constitutiva de lo social: no hay sociedad sin conducción, sin articulación entre los que mandan y los que obedecen.

El líder de un grupo de cazadores-recolectores neandertales debía ocuparse de mantenerlo unido, asegurar el alimento, detectar y seguir las presas, organizar la defensa ante grupos rivales y eventualmente resolver conflictos internos, siempre contando con la cooperación de los otros miembros. Su función era esencialmente política. Lo mismo un empresario, el director de un colegio, el presidente de una unión vecinal o un club deportivo, el directivo de una ONG, un padre o madre de familia.

Esta idea de politicidad difusa en todo el cuerpo social -cuya concentración depende del grado de elevación y alcance, constituyendo el Estado y en mayor medida el Gobierno la instancia de intensidad política máxima- evita tanto el ya mencionado confinamiento liberal de lo político dentro del Estado como el axioma radical e intelectualista de “lo personal es político”. Despolitización y pan-politicismo, los dos polos igualmente antipolíticos que señala Antonio-Carlos Pereira Menaut, liberal español.

La única manera de organizar satisfactoriamente una sociedad es no perder de vista la felicidad tanto del conjunto como de sus integrantes. ¿Pero cómo contribuye la política a la felicidad?

Rafael Alvira descompone la felicidad en dos elementos principales. Uno es la seguridad, el margen de previsión y de estabilidad que necesitan las personas para llevar una vida tranquila. Otro es la alegría, que es el estado derivado de la armonía con el entorno y en particular con los demás (volveremos sobre la alegría, que a pesar de las apariencias es una noción central).

En lenguaje político podemos encontrar los correlatos a estos dos elementos en la paz y la  libertad, respectivamente. La política debe contribuir a la felicidad en sus dos aspectos: dando bases mínimas de convivencia y permitiendo el despliegue personal de cada integrante de la sociedad. No puede reemplazar o suplir totalmente las acciones y las disposiciones de cada uno tendientes a la felicidad, ni en lo que hace a la seguridad, ni en lo que hace a su libertad. Ya dijimos que la felicidad es un proyecto personal.

El bien menor

¿En qué medida puede contribuir la política a la felicidad? En una proporción mínima. Representa apenas un modesto zócalo en la proyección o la dimensión de la felicidad social y personal. Contra lo que usualmente se piensa, la política puede poco. Poquísimo. Moisés Naím lo ha puesto de manifiesto en el Fin del Poder. Y está bien que los políticos asuman esta limitación fundamental. Deben saber que está absolutamente fuera de su alcance hacer feliz a la sociedad que conducen. Pero a lo que sí están obligados es a aportar unas condiciones muy elementales, muy básicas, para que cada uno sea feliz.

¿Quiere decir que esa contribución es despreciable o irrelevante? En absoluto. Es esencial, porque es el fundamento de todo proyecto felicitario, personal o social. La política es la actividad que se ocupa del bien menor, como dice el ya citado Alvira, que es ese bien sobre el que se apoyan y desarrollan los otros bienes. Perder de vista la felicidad es la forma más segura de incurrir en la sabia advertencia: el gobierno no puede hacer feliz a un pueblo, pero sí puede hacerlo muy infeliz.

Podemos asumir que en un contexto de discusión de signo liberal, la seguridad, entendida como la custodia de las vidas, bienes y libertades de las personas no necesita mayor fundamentación. Más problemática resulta la alegría. ¿Cómo puede contribuir la política a esta parte fundamental de la felicidad de las personas y las sociedades? Ya hemos visto que el correlato político de la alegría es la libertad.

Pero me interesa mantener el hilo argumental en la primera. Para eso voy a valerme, en el caso particular de la política, de Baruch Spinoza, que distinguía dos tipos de alegrías (laetitia). Una más general e imperfecta (también llamada gaudium) que es la producida por un don inesperado, por el regalo. Está relacionada con la pasión y alterna con la tristeza. No depende de quien la experimenta, sino de otro.

Después hay otra, más profunda y duradera, más rara también. Spinoza la asocia al conatus, que es un afecto que contribuye a la potencia de actuar, a perseverar en el propio ser, ese esfuerzo por ser sí mismo. En esa relación estrecha entre laetitia y conatus existe el deseo, que es el aumento de la potencia de existir, junto con la conciencia misma de ese aumento. Esta alegría -expansión del espíritu- es el estado propio del crecimiento. La alegría del conatus es la alegría de la libertad. Esa debería ser la estrella polar de toda política.

Una inyección de alegría

La distinción es ideal para comprender el equívoco fundamental que lastra la política argentina de los últimos 80 años. Las contribuciones más exitosas en materia de alegría de los gobiernos argentinos fueron del primer tipo. Señalo dos, particularmente importantes: la primera época del peronismo, (1946-1949) y la primera época del kirchnerismo (2002-2008), signadas por la abundancia de recursos, la expansión del gasto y de las políticas redistributivas del ingreso. Fueron efímeras y terminaron mal, porque era imposible sostenerlas en el tiempo. Por razones que no es necesario explicar, quedaron impresas en la memoria colectiva, con consecuencias muy prolongadas en la cultura y en las preferencias electorales de los argentinos.

El resto del periodo se caracteriza por repetidos intentos -planificados o no, mejor o peor planificados- o bien por dar continuidad a esas fases de abundancia o por poner al país en la senda del crecimiento y el desarrollo. En estos casos la urgencia electoral obligaba a suspender ajustes y ordenamientos básicos de las cuentas públicas para repetir la estrategia de la expansión del gasto, con o sin abundancia de recursos. Todos estos intentos se saldaron con inevitable fracaso. Cada vez que la política se resolvió a contribuir a ese tipo de alegría profunda del crecimiento, de la libertad personal y la afirmación de sí de los argentinos, sucumbió.

En la actualidad, la Argentina se encuentra en un profundo estado de tristeza, bordeando la melancolía: no quedan recursos ni siquiera para impostar la alegría efímera del regalo. No obstante eso, un ejército de mendigos se agolpa en las puertas del Estado. Hay de todo: marginados, clase media, burócratas, empresarios prebendarios. Nadie parece entender la necesidad de inyectar alegría en el torrente sanguíneo de la sociedad argentina.

Si por un lado es claro que existe un déficit de alegría, no es para nada diferente lo que sucede con la seguridad, es decir la protección de las vidas, los bienes y las libertades de los argentinos. ¿Culpa de la política? Fernando Escalante es categórico en este punto.

Dícese mucho en este tiempo, tanto que empalaga, que el desgobierno y la miseria y la violencia, y el desarreglo todo de la cosa pública es por culpa de los políticos. Digo yo que no. Que no es por los políticos, sino por la falta de ellos. Porque hay muchos que se emplean en el oficio sin dotes, unos queriendo ser corchetes y alguaciles, otros que preferirían ser contables, frailes o usureros, otros más de vocación de comediantes o de notarios o bufones. Y eso se nota. Como que la vocación les sale por las costuras del traje, y se muestra en todo lo que hacen, y mucho más en lo que dejan de hacer.

Conviene por tanto, empezar por no confundir políticos con impostores, del mismo modo que es preciso distinguir entre política y Estado. En 2006, plena fase de la algarabía kirchnerista, Santiago Kovadloff ensayó sobre las benéficas propiedades del triste. En 2013, en medio de un estado de ánimo muy diferente, declararía que “la política es la parte más triste de la alegría de vivir”. Las afirmaciones no son en absoluto incompatibles, pero el contraste en el énfasis es elocuente. En la Argentina de hoy, la política se ha convertido en la herramienta fundamental para la recuperación de la alegría. De esa alegría de la que necesitamos particularmente: la del crecimiento.

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