Política

La disputa del sentido común

Existe una arraigada mitología izquierdista que nos aleja del progreso

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El término “Batalla Cultural” se encuentra en permanente uso, tal es así, que suele sumársele un montón de características que van desde la confusión hasta la contradicción para quienes promueven las ideas de la libertad. En las siguientes líneas abordaré, según mi visión, de que hablamos cuando hablamos de batalla cultural.

Del fin de la historia a la batalla cultural

Cuando Francis Fukuyama escribió “El fin de la historia y el último hombre”, enunció una conclusión historicista por la que las luchas entre opuestas concepciones del mundo habían llegado a su fin con la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la URSS. Sostuvo que había triunfado la visión liberal en el campo de las ideas, la historia había llegado a su fin. Karl Marx, partiendo de la misma premisa, prometió la victoria de sus ideas.

Tanto Fukuyama como Marx, apoyados en el sistema hegeliano, convencieron de que el argumento de la historia les había sido revelado y que el triunfo de una idea suponía el fin de las contradicciones. El problema que esto supone es que son argumentos arrogantes, ya que nadie puede conocer los arcanos de la historia, y es imposible prever el rumbo de las acciones de los individuos. Y si conocemos el futuro, no somos libres.

La postura dogmática tiene consecuencias peligrosas para la libertad, los episodios más oscuros de la humanidad se debieron a quienes dictaron que era la verdad y la apropiaron para sí.

La visión historicista es dogmática, puesto que supone el debate como una lucha por la verdad (la suya) y lo errático (la visión ajena); cuando todo culmina y no hay contradicción, triunfa la verdad, se ha llegado al fin de la historia. Sin embargo, ningún dogma es una estación terminal, por el contrario, lo que más se adecua a las ideas de la libertad es tomar las conjeturas como aquello de lo que se cree como verdad para entender que luego vendrá una refutación y con ello una nueva conjetura.

La postura dogmática tiene consecuencias peligrosas para la libertad, los episodios más oscuros de la humanidad se debieron a quienes dictaron que era la verdad y la apropiaron para sí. La creencia de poseer el dogma terminal al que antes hacíamos mención agotará los caminos de la tolerancia y pretenderá que los demás lo adopten. Lo otro es el error y quien posee la verdad absoluta tendrá poco margen de tolerancia respecto del error de los demás. Esto, llevado a consecuencias más altas, abre camino a autoritarismos, ministerios de la verdad y policías del pensamiento.

Todo lo recientemente señalado para “el fin de la historia” es lo que me permito adaptar y señalar para todo lo relacionado a “batalla cultural”, a fin de llegar a una conclusión de lo que es, y levantar las alertas necesarias para no poner en juego nuestras posiciones.

La batalla de estos tiempos

La realidad latinoamericana es dramática. Existe una arraigada mitología izquierdista que nos aleja del progreso y nuestro país no es una excepción.

El desprecio por la cultura y la formación intelectual de muchos sectores de derecha llevó a perder una posición elemental que el progresismo supo sellar.

La legitimidad popular hacia las ideas se encuentra mayormente relacionada a sistemas demagógicos de soluciones mágicas a los problemas heredados por los “neoliberalismos”. Esta mitología funciona como un paquete formativo en la creencia de los individuos desde etapas tempranas y principalmente en la juventud, donde se encuentra el periodo de mayor receptividad, y por lo tanto se está más expuesto.

Los colegios y universidades son determinantes en la etapa formativa y esto la izquierda lo entendió muy bien. Cuando Antonio Gramsci habló de tomar la educación y la cultura, estableció una fórmula para aspirar a la hegemonía.

El desprecio por la cultura y la formación intelectual de muchos sectores de derecha llevó a perder una posición elemental que el progresismo supo sellar. Y esto tiene grandes consecuencias, normalmente imperceptibles en el corto plazo, en palabras de Robert Dahl: “parece evidente que las creencias de los individuos influyen en las acciones colectivas y, por ende, en la estructura y en el funcionamiento de las instituciones y de los sistemas”.[1]

La batalla cultural no es una guerra como muchos suponen, es hacer algo por lo que creemos, entendiendo el rol crucial que las ideas tienen en la sociedad y por lo tanto de la educación y los procesos culturales. La batalla de estos tiempos es cultural, e implica que los individuos que tienen algo para decir, asuman el protagonismo en lugar del silencio.

Lo cultural debe ser tomado como un gran frente desde el que puede ingresarse por distintos caminos: política, educación, comunicación y redes sociales, literatura, teatro y tantos otros. Cada individuo en plenitud de su diversidad y especialización podrá asumir su protagonismo en cada camino de ese frente, y naturalmente será acompañado por otros que reconocen el riesgo de no involucrarse. Así, tendremos adeptos a nuestras ideas en cada escenario de lo cultural, empujando y ganando posiciones, desbancando la agenda hegemónica que el progresismo supo conseguir.

Pero a la hora de encarar esta batalla, debemos retomar la enseñanza de lo que fue “el fin de la historia”. La batalla cultural no vislumbra un fin, y si lo es, estaremos en la entrada de una dictadura de la idea hegemónica, en un proyecto dogmático similar al que nosotros denunciamos.

La batalla de estos tiempos es cultural, e implica que los individuos que tienen algo para decir, asuman el protagonismo en lugar del silencio.

Los hombres libres eligen sus ideas, no deberían estar expuestos a adoctrinamientos en instituciones educativas ni a la imposición de una agenda que no les pertenece. Los individuos marcan su propia agenda, son dueños de su propia vida y proyectos, por lo tanto, debemos asumir la batalla cultural como la promoción de nuestras ideas y la disputa del sentido común, entendiendo que serán esos mismos individuos quienes las elegirán o no. Siendo así, supone el adelantamiento para el reconocimiento de las demandas coyunturales en un plebiscito constante. No hay descanso.


[1] Robert Dahl, La poliarquía, Tecnos, Madrid, 1989, p. 119

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