Política

Ingeniería social, el atentado contra la libertad

La soberbia llevada a la acción política tiene un nombre: INGENIERÍA SOCIAL

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Cuando John Milton, el Diablo disfrazado de abogado, termina de arruinar la vida de su joven socio Kevin Lomax, luego de arrastrarlo a la desgracia le dice con sorna, “La soberbia, definitivamente, mi pecado favorito” (El Abogado del Diablo 1997). La soberbia, esa percepción de la propia superioridad, esa valoración del propio criterio por sobre el resto, llevada a la acción política tiene un nombre que no ha traído más que desgracia: LA INGENIERÍA SOCIAL.

La tentación totalitaria que determina la ingeniería social, esa pulsión de influir en los comportamientos sociales es más vieja que la tos, pero sólo alcanzando un nivel altísimo de control e intervención del Estado sobre las personas es que los sueños más ambiciosos de los ingenieros sociales cobraron dimensiones extraordinarias.

Karl Popper se ocupa de la cuestión de la ingeniería social en su trabajo de 1945 “La sociedad abierta y sus enemigos”. Allí​ diferencia una política social «razonable» de una «utópica» explicando que esta última intenta resolver problemas en forma absoluta propia de sistemas totalitarios. Para hacerla corta, no es lo mismo establecer una política pública «razonable» específica, medible y alcanzable en un plazo concreto: hacer una escuela por ejemplo; que decir que tu plan político consiste en lograr el bienestar definitivo del pueblo: concepto «utópico» inmedible, arbitrario e inalcanzable. Cuando estamos ante esto último, estamos ante las puertas del totalitarismo.

La tentación totalitaria que determina la ingeniería social, esa pulsión de influir en relaciones o comportamientos sociales es más vieja que la tos, pero sólo alcanzando un nivel altísimo de control e intervención del Estado sobre las personas es que los sueños más ambiciosos de los ingenieros sociales cobraron dimensiones extraordinarias. En este sentido, los albores del Siglo XX fueron más que propicios, gracias al crecimiento de la influencia intervencionista de los Estados nacionales para estos intentos dirigistas que tuvieron en común la ambición de rediseñar la sociedad según el molde prefabricado de las soberbias mentes de algunos iluminados.

La idea de que la sociedad debe ser gobernada por un plan que oriente a toda la población hacia un fin colectivo tuvo particular auge en el período entreguerras que había volcado a las poblaciones desesperadas hacia distintos colectivismos que prometían resolver las tensiones y las miserias sociales. Hablando sobre su libro “Tiempos modernos” el historiador Paul Johnson calificó al Siglo XX como “la era de la Ingeniería Social” y regaló una frase que bien podría haber dicho el diablo John Milton: «Querer hacer el cielo en la tierra con dioses falsos llevó a Auschwitz y al Gulag».

La idea de planificar una sociedad, su moral y conducta no terminó con la Segunda Guerra Mundial ni con la Caída del Muro de Berlín, muy por el contrario, superó a sus creadores y se afianzó en Estados y en los Organismos Multinacionales o Supraestados. Es objetivo irrenunciable de esos Estados y Supraestados el diseñar un cambio de las mentalidades mediante la implementación de leyes, normas y recomendaciones que fabriquen ciudadanos dóciles al poder, que no cuestionen al pensamiento hegemónicamente correcto, que teman vagar fuera de la manada y que dependan fuertemente de las estructuras burocráticas a las que pertenecen.

La Ingeniería social no es patrimonio de los dictadores. Muy por el contrario, es en las sociedades democráticas donde se ven mayores cantidades de buenas intenciones, de creadores de felicidad, de adictos al “progreso” social.

Es importante destacar que la Ingeniería social no es patrimonio de los dictadores. Muy por el contrario, es en las sociedades democráticas donde se ven mayores cantidades de buenas intenciones, de creadores de felicidad, de adictos al “progreso” social. No en vano, la forma discursiva más potente que toma la ingeniería social en el imaginario colectivo se llama PROGRESISMO. Para decirse progresista, en necesario considerar que:

A: se desea EL progreso. O sea que se conoce previamente que existe UN tipo de sociedad feliz determinada y se sabe, para acceder a ella, cúal es el horizonte bueno (que debe ser contrario al malo, previa determinación del bien y el mal por parte del progresista). En base a ese determinado horizonte bueno, que no es donde uno está parado sino un espacio al que encaminarse, se determina una línea directriz hacia donde avanzar (o progresar) según el iluminado criterio del ingeniero. Obsérvese la cantidad de sabiduría preconcebida que ha de tener el progresista para empezar a serlo y considerarse como tal.

B: una vez determinado lo que es progresar y lo que no, en base al criterio del o los iluminados, se ha de entender que ellos son capaces de acumular no sólo el conocimiento del qué, sino el del cómo llegar a mejorar la vida de un grupo significativo de gente que constituye, por ejemplo, una nación. Vale decir que estos ingenieros sociales saben lo que es bueno y cómo imponerlo en virtud del “bien común” del colectivo. Además descuentan que conocen las posibles variantes de comportamiento de las personas para que acepten todas este progreso deseado.

Si una persona o un grupo de ellas asociados en un partido político o cualquier otra organización dijera que sabe qué cosa es la felicidad de los otros sería un enorme acto de soberbia además de una falacia.

Para el liberalismo la ingeniería social, esta determinación histórica, cívica y moral es una afrenta al ORDEN ESPONTÁNEO que se genera a partir de la combinación libre de individuos que persiguen su propia felicidad. La felicidad individual es la única real, la de uno mismo, ya que es exclusivamente de la que podemos dar cuenta. Si una persona o un grupo de ellas asociados en un partido político o cualquier otra organización dijera que sabe qué cosa es la felicidad de los otros sería un enorme acto de soberbia además de una falacia. Por tanto, si nadie puede decir que es la felicidad salvo el propio individuo y por tal motivo no hay forma de hablar de una felicidad “común”,  el liberalismo considera que el orden espontáneo surgido de la búsqueda de la felicidad individual es superior a cualquier tipo de orden que pueda ser creado por un plan o diseño social.

La creencia de la propia superioridad moral de quien se cree con derecho a determinar la felicidad de los demás y en consecuencia su “bien común” es pues el acto de soberbia política. El ingeniero social es quién toma las riendas de la vida de los otros “por su propio bien” en claro desprecio al pensamiento y deseo individual del resto. Para el liberalismo sólo el desarrollo del propio proyecto de vida contiene los incentivos necesarios para el desarrollo de los individuos y cuando se habla de individuos, se pone a todos los existentes en un plano de igualdad como tales, sin distinción de atributos, ni condición social, ni linaje, ni credo, ni edad, ni sexo. ni preferencia sexual.

La pretensión de legislar normas que sirvan para “transformar” la realidad y asemejarla a un ideal no se diferencia de aquellas monstruosidades que signaron la primera mitad del Siglo XX, aunque se muestren como un impulso de transformación progresista. Estamos llenos de políticos que en lugar de proponer una política concreta y mensurable: “voy a bajar el 15% el IVA”, dicen: “quiero cambiar el país”, imposible de concretar o de medir. Sencillamente porque estamos plagados de políticos progresistas que tienen como ideal ese constructo autoritario que es la ingeniería social. Todas las normas que atentan contra la igualdad ante la ley, la propiedad o la libertad son leyes que atentan contra el individuo, tales como la Ley de Alquileres, de Teletrabajo, Micaela, Violencia de Género, reparatorias de “pueblos originarios”, Yolanda y el enorme conglomerado de normas de discriminación positiva.

Un siglo de ingeniería social institucionalizada y legitimada desde el Estado ha dado como resultado una sociedad universal cuya valoración de la protección estatal es irracional.

Una cuestión curiosa de las dirigencias políticas mundiales es que están repletas de ingenieros sociales tecnócratas. Ya no abundan los líderes demagógicos tan fáciles de identificar, que colectivizaban y manipulaban abiertamente los deseos de las masas como por ejemplo Mussolini o Perón. En cambio se reproducen como hormigas burócratas y tecnócratas en las oficinas estatales, en los organismos educativos, en las ONGs apéndices de los Estados y en las agencias internacionales como ONU y sus satélites. Todo este ejército de ocupación está a cargo de la vida de los individuos. Deciden si se habrá de incentivar el consumo de vegetales, si se impedirá la cría de ganado vacuno, si se incentivará alguna práctica sexual, si será ético viajar en avión, si se podrá ahorrar en criptos, si se podrá circular sin estar vacunado, si se puede encerrar a la población por una enfermedad y si se le puede impedir opinar sobre tal tema porque incita al odio o si es necesario que exista un techo de riqueza tolerable. La totalidad de estas acciones tiene su base en el objetivo de enderezar los deseos y las vidas de las personas por el “bien común”. Y quién dice qué es el bien común? los ingenieros sociales, claro!.

El Estado ha pasado a ser el objetivo en sí mismo y superior, y la interpretación misma del bienestar, el cielo en la Tierra.

Casi un siglo de ingeniería social institucionalizada y legitimada desde el Estado ha dado como resultado una sociedad universal cuya valoración de la protección estatal es irracional. La ingeniería social ha logrado que los Estados no tengan una finalidad y meta razonable, como podría ser administrar un porcentaje del patrimonio de las personas para brindar el servicio de justicia o de relación con otros países. No, el Estado ha pasado a ser el objetivo en sí mismo y superior, y la interpretación misma del bienestar, el cielo en la Tierra. El mamut sobrealimentado que llamamos ESTADO DE BIENESTAR es una fuente ilimitada de asistencia para casi cualquier cosa. El ESTADO PRESENTE es el nieto del ESTADO FASCISTA y si antes regalaba heladeras y máquinas de coser, ahora también regala casas, estudios, computadoras, ojotas, sombrillas, luz, gas, jubilaciones y pensiones, planes sociales, bolsas de comida, cursos para relajarse, esterilización de perros, viajes de egresados, tratamientos estéticos y cualquier otro tipo de merchandising que fije en las mentes de los ciudadanos que solo viven por la graciosa bondad de los políticos.

La ingeniería social es la versión moderna del paternalismo, ese que nos espanta cuando lo vemos plasmado en los discursos de los demagogos fascistas, pero que no nos enciende las alarmas si nos lo venden hoy vestido de buenismo, compromiso social, solidaridad y sustentabilidad. Quien cree en la libertad no puede aceptar ni el paternalismo demagogo de entonces ni el progresismo moralizante actual, ambos caras de la misma ingeniería social. El Estado desde luego debe prestar recursos al infortunio. Entiéndase esto como una política razonable que atienda a las víctimas de un huracán, por ejemplo. Lo que no puede hacer el Estado es considerar paternalistamente que un colectivo es víctima ontológicamente y en consecuencia imponer normas que condenen al resto de la sociedad a sostener a dicho colectivo de forma permanente. Sufrir un terremoto o una parálisis ES un infortunio. Ser mujer o ser gay NO LO ES. Del mismo modo que los menores de edad necesitan tutela, pero los adultos han de mantenerse con su propio esfuerzo y ser responsables de sus acciones sin atenuantes prejuiciosos marcados, también, por los ingenieros sociales.

Tanto Hayek como Mises habían contemplado cómo el estatismo del Siglo XX enterraba al liberalismo decimonónico que tantos progresos había dado. Las convulsiones sociales producto de los avances y el desarrollo de las revoluciones tecnológicas labraron reacciones que la ingeniería social aprovechó para generar enemigos a quien culpar y sobre quien descargar el resentimiento tan propio de la frustración humana. Prometer un destino manifiesto fue un mecanismo clave mediante el cual la libertad fue destruida. La planificación central de los ingenieros sociales generó tanta violencia muerte y miseria que solo el MIEDO A LA LIBERTAD pudo explicar.

Afortunadamente existe el libre albedrío, la disidencia, la duda, la curiosidad y el deseo. Todas pulsiones individuales que son el motor de la humanidad. La gente, por suerte, es imprevisible y no simples piezas de ajedrez.

En 1776 Adam Smith escribía en “La Riqueza de las Naciones” que “Poco más se necesita, para llevar a una nación a su máximo grado de opulencia desde la barbarie más baja; que la paz, pocos impuestos y una tolerable administración de justicia”. Tanto Hayek como Mises sostendrían siglos después que una sociedad prosperaría gracias al resultado de LA ACCIÓN HUMANA y no del diseño humano. Los tres pensadores con años de diferencia daban cuenta de que no era posible planificar las acciones de los individuos. Afortunadamente existe el libre albedrío, la disidencia, la duda, la curiosidad y el deseo. Todas pulsiones individuales que son el motor de la humanidad y cuya evolución no siguió una única línea ni tiene un horizonte marcado y muchísimo menos un destino manifiesto. La gente, por suerte, es imprevisible y no simples piezas de ajedrez.

El dirigismo de los progresistas, tan solidarios y tolerantes (siempre que se trate de sostener su marco de ideas), ha generado un mundo de personas dependientes, siguiendo las directrices de organismos que no eligen y sobre los que no tienen poder ni control. Una especie de neocolonialismo bien-pensante. Sin embargo, el progreso es una apuesta individual, cada uno decide cuál es su idea de progreso y si le conviene o no asociar su progreso al de otros. NADA ES TAN AJENO AL PROGRESO COMO LOS PROGRESISTAS que colectivizan los horizontes que sólo pueden ser personales. Los ingenieros sociales no son más que individuos y, si asumen la tarea de direccionar, adoctrinar, censurar, encauzar, promover o regalar; será en función de su propio beneficio usando la coartada del Estado por sobre el individuo. Porque la ingeniería social es totalitaria.

Quienes valoran la libertad son responsables de sí mismos y no pueden poner en manos del Estado su salud, su realización personal, su escala de valores y mucho menos su felicidad.

Un Estado no es una religión ni es un padre. Quienes valoran la libertad son responsables de sí mismos y no pueden poner en manos del Estado su salud, su realización personal, su escala de valores y mucho menos su felicidad. Si así lo hacen, si depositan en el Estado el cuidado de su vida, le entregarán también su control y vigilancia, serán eternamente niños dependientes del poder político y el poder político diseñará a la sociedad según le convenga, no hay escapatoria. Si uno no se vende, otros no lo compran. El Estado sólo es un ente administrativo manejado por políticos y burócratas, no sabe mejor que nosotros lo que es bueno para nosotros mismos, no es ni más sabio ni remotamente más honesto o digno.

“No sé cómo dirigir tu vida. No tengo la autoridad para dirigir tu vida. Y la Constitución no me permite dirigir tu vida» Ron Paul

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