Política

Conocer para transformar

De qué hablamos cuando hablamos de empleo público.

En paralelo a la agudización de la crisis económica argentina, en particular, a lo largo de la última década, se acrecentaron las referencias a la necesidad de “reformar al Estado”, o más precisamente, de “achicar al Estado”.

Emergentes figuras de la política, con fuerte presencia mediática, comenzaron a instalar -en buena hora- en el debate público ese tema. Por supuesto, la prédica en torno a esto no es homogénea, sino que cubre un amplio abanico que va desde los análisis presupuestarios relativamente simplistas, pero bien expuestos (“El Estado gasta tanto en esto o en aquellos, hay que reducirlo”), a otros aún más simplistas, más parecidos a slogans que a resultados de análisis meditados (“Hay que cerrar tal o cual dependencia”).

Desde el campo de las ideas de la libertad -económica, política, social y cultural-, hay un consenso más o menos claro en que la configuración del Estado argentino requiere una transformación radical, en su estructura y en su dinámica. Sin embargo, cuando se verbaliza la operación de dicha transformación, el consenso deja de ser homogéneo. Algunos integrantes de este campo de ideas, quizás por imposición de los medios de comunicación donde predican bajo la forma de “panelistas”, plantean posturas simplistas pero de alto impacto, al menos para generar discusiones y gritos en esos paneles televisivos. Otros, con estilo menos mediático, más sobrio, sostienen que hay que “reformar el Estado”, pero sin más precisiones. ¿Cómo? ¿Con qué recursos? ¿Con qué orientación? ¿Cuándo? Incluso, otros, parados en un punto intermedio de exposición pública, elaboran sesudos argumentos filosóficos en torno al rol del Estado, concluyendo que “debe desaparecer”. Y las preguntas se repiten.

Si queremos tener nuestra propia Tesis 11, para transformar al Estado la condición necesaria es conocerlo; pero no conocerlo en forma teórica, sino conocerlo desde su configuración real actual. Conocerlo, pensarlo y redefinirlo con los pies en la tierra.

Desde hace muchas décadas, el Estado argentino es un asegurador: un agente de seguro de desempleo.

Hasta la década de 1930, la burocracia estatal fue reducida y estaba específicamente abocada a sus funciones, lo que la tornaba bastante eficiente. Posteriormente, cuando los efectos de la crisis de 1929 se hicieron presentes en Argentina, el empleo público comenzó a funcionar como seguro de desempleo, a la par que los puestos a cubrirse fueron expandiéndose debido a que el Estado comenzó a ampliar sus campos de intervención.

Esa nueva matriz de un Estado con muchas áreas de acción y con sobreabundancia de empleo público se consolida a lo largo de los años ’40 y ’50, incrementándose a lo largo de las décadas subsiguientes a un ritmo mayor que el vegetativo. Ese crecimiento fue solo cuantitativo, no cualitativo; se conformó así una masa de trabajadores públicos heterogénea y amorfa: con reducidos núcleos de gente capacitada, que trabajó eficiente y eficazmente en determinados momentos (como, por ejemplo, ciertos grupos de profesionales y técnicos del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria en la década de 1960), y una gran masa de escasa formación, hacedora de tareas repetitivas y sin ninguna iniciativa propia, y siempre funcionales y dependientes de la facción política que tuviese el control del aparato estatal en cada momento.

Con la salida de la profunda crisis 1989-1990 y la instauración del Plan de Convertibilidad, el Ministro de Economía, Domingo Cavallo, en concordancia con los lineamientos de políticas imperantes en los organismos de financiamiento internacional, pero sobre todo, en función de su propósito de modernizar la conformación y el funcionamiento de la Argentina, se plantea refundar al Estado. Sin embargo, a poco de iniciar la andadura reformista, pudo comprobar en carne propia -en la cotidianidad de la gestión ministerial- que no había cimientos adecuados para construir un nuevo Estado, moderno, eficaz y eficiente. Las distintas dependencias públicas contenían un cúmulo de recursos humanos poco capacitados, como se mencionó más arriba, y con una inercia que impedía la mentada modernización.

Ante este hecho, y asumiendo que políticamente era inviable lograr el aval del presidente Menem para despedir a esa masa de empleados públicos (más allá de los procesos de retiros voluntarios que se abrieron), Cavallo y su equipo diseñaron una estrategia de gestión de la “cosa pública” que la prensa opositora denominó “Estado paralelo”.

¿Qué era? Un conjunto de profesionales, técnicos y administrativos, con formación en diferentes áreas o disciplinas, que podían diseñar, ejecutar, administrar y evaluar programas y proyectos por los que se canalizaban los lineamientos de políticas públicas fijados por el gobierno. Dichos programas y proyectos fueron mayormente financiados por organismos internacionales como el Banco Mundial o el Banco Interamericano de Desarrollo. Así, en la práctica, estos organismos estaban financiando la primera transformación cualitativa sustancial de la conformación del empleo público.

Los campos de acción de ese nuevo conjunto de “empleados públicos” fueron muchos y disímiles. La obra pública, por ejemplo, requiere de formulaciones de proyectos, diseños, gestión administrativa y evaluaciones, a fin de cumplir con los requisitos de los fondos prestamistas. Esas tareas no podían ser desarrolladas por el empleo público “tradicional”, porque no estaba preparado, no estaba formado para eso, y en muchas ocasiones, incluso, se opuso -vía sus representaciones sindicales- a facilitar el trabajo de los “no tradicionales”.

En el contexto de ese “Estado paralelo”, se contrató puntualmente a esos profesionales, técnicos y administrativos que, sin ser empleados públicos stricto sensu, fueron los que hicieron funcionar al Estado en esos años. Tales contratos fueron, centralmente, por locación de obra: se ejecutaba la tarea solicitada, se facturaban los honorarios acordados, se cobraban y se terminaba la relación entre contratante (el Estado) y los contratados. Era una relación entre agentes independientes en sus relaciones, y sin que medien mecanismos de sujeción de uno a otro: no había aguinaldo, ni vacaciones pagas, ni obra social. Se trataba, en esencia, de unos agentes que vendían sus servicios a un cliente (el Estado), sin entablar relaciones estables con el mismo.

Algunos de los miembros de ese “Estado paralelo” sólo tenían por clientes al Estado, y otros diversificaban la venta de sus servicios entre el Estado y el sector privado. Economistas, abogados, ingenieros, arquitectos, entre otros profesionales, fueron convocados para prestar los servicios que el Estado necesitaba: desde formular un proyecto de crédito internacional hasta negociar con los prestamistas; desde diseñar una red vial hasta formular un marco regulatorio para un nuevo aspecto del funcionamiento del mercado financiero.

Pero el proceso no fue lineal en su proyección. Muchos de los miembros de ese “Estado paralelo” fueron encandilados por la comodidad del empleo público tradicional: poca carga laboral, escasa responsabilidad, horarios laxos, vacaciones pagas, aguinaldo, obra social, licencias con goce de sueldo, etc. Y, entonces, aspiraron a pasar “a planta”, es decir, ser incorporados como empleo público tradicional.

Por otro lado, otros contratados (en menor número) optaron por la libertad de movimientos y de pensamiento, aún a costa de la inestabilidad de ingresos y de mayores costos de vida (debían solventar por su cuenta el servicio de salud, los días anuales de vacaciones, etc.).

Luego de la crisis de 2001/02, cuando Duhalde “cerró” el ingreso al Estado, la modalidad del “Estado paralelo” continuó, porque era lo que hacía (y hace) funcionar de verdad al Estado, no en la rutina, sino en las cosas de fondo (construir un hospital, desarrollar acciones de promoción productiva, etc., dicho esto sin discutir ahora si son funciones o no del Estado estas cosas).

Asumido Néstor Kirchner, y ante aquel “cierre” de ingresos a puestos en el Estado, pero necesitado el gobierno de brindar una apariencia de empleo a miles de personas (básicamente, militantes o futuros militantes), se optó por la vía rápida de efectuar contrataciones (como locación de servicios o locación de obra). Esas personas no eran planta permanente del Estado, pero tampoco eran stricto sensu el “Estado paralelo”: cobraban mensualmente un honorario, contra entrega de la factura por la prestación de servicios que marca la normativa fiscal. Así, en el Estado pasaron a convivir tres aglomeraciones de personal: los de planta permanente tradicionales, los profesionales, técnicos y administrativos que forman ese “Estado paralelo” y la nueva masa de contratados (que genéricamente se llamaron “monotributistas del Estado”).

Esta configuración la inició el gobierno de Néstor Kirchner y continuó sin cambios sustanciales en las presidencias sucesivas de Cristina F. de Kirchner y Mauricio Macri, hasta llegar a la gestión actual. Y en paralelo se da en otras administraciones públicas, como la del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires.

El crecimiento de la masa de “monotributistas del Estado” fue tal, que uno de los sindicatos estatales (Asociación de Trabajadores del Estado, ATE) comenzó la presión para que parte de esos “monotributistas” pasen a alguna modalidad de empleo público, si no a planta permanente, al menos a un híbrido llamado “planta transitoria”; el objetivo era que pudieran hacer aportes al sindicato y a la obra social pertinente. A diferencia de la década de 1990, cuando el otro sindicato (Unión Personal Civil de la Nación, UPCN) se enfrentó al personal del “Estado paralelo” (básicamente, dada la disparidad de ingresos que tenían los empleados públicos respecto de esos contratados), en el siglo XXI los contratados “monotributistas” fueron cooptados por el sindicalismo, imbricándose mucho más en su papel de “empleados públicos”.

Con esta nueva masa de contratados, el papel del Estado como agente asegurador se revitalizó: el cargo (como planta transitoria o “monotributistas”) fue la forma que adoptó el seguro de desempleo.

El Estado realmente existente es este, el conformado por esta masa amorfa de contratados y por los profesionales del “Estado paralelo”, pero también por el juez y por la enfermera del hospital público, por el gendarme y por la maestra de la escuela rural.

Plantear una reforma del Estado implica conocer y reconocer esta realidad.

No es blanco o negro, no es “Estado sí” como un todo, o “Estado no” como un todo. El Estado es una realidad perfectible, que necesita cambiarse, pero para lo cual hay que tener un modelo a seguir: qué Estado queremos.

Desde el campo de las ideas de la libertad, no es claro ni homogéneo el panorama respecto a la respuesta a esa pregunta. Alcanzar un consenso claro en torno a eso es clave. Y no sólo en relación al qué, sino también al cómo hacerlo, porque ese cómo implica tomar decisiones con consecuencias políticas y socioeconómicas severas.

De qué manera redefinir los alcances del Estado (que sin dudas deben acotarse radicalmente) es una cuestión que va de la mano de resolver cómo encarar ese proceso de transformación teniendo en cuenta la masa de recursos humanos relacionados con la configuración actual del Estado. Plantear lo primero sin considerar lo segundo, conduce al fracaso, primero discursivo y después político.

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